La reforma judicial y la urgencia de un nuevo pacto de legalidad | Artículo de Mario Luis Fuentes

Desde 2008, México se encuentra en un proceso de transición hacia un sistema de procuración e impartición de justicia de corte acusatorio, señala Mario Luis Fuentes.

agosto 29, 2025 9:27 pm Published by

Mario Luis Fuentes

La reciente reforma al Poder Judicial de la Federación en México constituye uno de los cambios más profundos en la estructura orgánica y funcional del Estado en décadas. La magnitud de las transformaciones que introduce no solo reconfigura los equilibrios de poder entre los órganos constitucionales, sino que también abre un horizonte de incertidumbre sobre su capacidad de consolidarse como una herramienta para el fortalecimiento del Estado de derecho.

A partir de la entrada en funciones de la nueva estructura judicial, el país se encuentra frente a una encrucijada: o bien se abre la puerta a una justicia más cercana a la sociedad, o bien se profundizan las grietas de un sistema que desde hace años arrastra un déficit histórico de legitimidad. Hablar de la reforma no es hacerlo de ajustes técnicos o de una modernización incremental; se trata de un rediseño de fondo que trastoca la esencia de cómo se imparten y se organizan los servicios de justicia en México.

Entre las modificaciones más relevantes se encuentra la elección directa de jueces y magistrados, una medida inédita que busca, en el discurso, democratizar el acceso a estos cargos y limitar el peso de las élites judiciales. Sin embargo, lo que en el papel aparece como un avance democrático, en la práctica abre interrogantes serias sobre la idoneidad, la independencia y la capacidad técnica de quienes ahora ocuparán esas posiciones. La estructura del Estado se ve afectada porque el Poder Judicial deja de ser concebido como un contrapeso estrictamente técnico y especializado, para transformarse en un espacio donde la legitimidad de origen proviene del voto popular. Esto obliga a reflexionar sobre los riesgos de politización y de captura de la justicia por intereses faccionales. Así, aunque la reforma se presenta como un parteaguas, sus consecuencias en términos de efectividad y legitimidad solo podrán evaluarse con el paso del tiempo.

Uno de los mayores cuestionamientos que especialistas y analistas han hecho a la reforma se refiere a la capacidad real de las y los nuevos juzgadores. No se trata únicamente de su preparación académica, sino de la forma en que enfrentarán la dinámica procesal propia de los sistemas orales. A diferencia del modelo escrito, en el que las secretarías de juzgado o tribunal podían compensar deficiencias en la argumentación y en la fundamentación, el sistema oral coloca toda la responsabilidad en la persona juzgadora.

Las resoluciones deben emitirse en tiempo real, a partir de lo expuesto en audiencia, lo que exige claridad conceptual, rapidez de análisis y profundo dominio técnico. Confiar en que los equipos de apoyo suplirán vacíos de preparación resulta ilusorio. De ahí que se abra un paréntesis de duda enorme: ¿están las y los jueces electos preparados para responder con eficacia a la exigencia que implica la oralidad? La falta de confianza social en la justicia no se resolverá si quienes deben decidir carecen de la solvencia para enfrentar juicios complejos en materia penal, civil, administrativa o laboral.

El contexto en el que esta reforma se implementa es aún más complicado si se considera que, desde 2008, México se encuentra en un proceso de transición hacia un sistema de procuración e impartición de justicia de corte acusatorio. El objetivo inicial era construir un modelo más transparente, ágil y centrado en los derechos de las víctimas y de las personas imputadas. Sin embargo, a más de 15 años, los resultados distan mucho de lo esperado. La investigación del delito continúa siendo deficiente: las fiscalías carecen de personal capacitado, de recursos tecnológicos y de protocolos efectivos para integrar carpetas sólidas.

A lo anterior se suma la persistente revictimización de quienes acuden a denunciar, así como la ausencia de una política integral de reparación del daño y de garantías de no repetición. El modelo mexicano sigue sin incorporar una perspectiva preventiva robusta. Las instituciones se concentran en la reacción frente al delito, pero no en la construcción de condiciones sociales que reduzcan su incidencia. Además, el sistema penitenciario y postpenitenciario no ofrece verdaderos procesos de reinserción social; en la práctica, quienes cumplen condenas enfrentan estigmatización, precariedad y pocas oportunidades de integración comunitaria, lo que fomenta la reincidencia.

Todo lo anterior coloca en el centro del debate una preocupación fundamental: la fractura del Estado de derecho. Ninguna reforma, por ambiciosa que sea, podrá rendir frutos si no existe un compromiso real con una nueva cultura de legalidad. La justicia en México no puede seguir viéndose como un asunto exclusivo de las instituciones judiciales; requiere de un pacto social amplio que coloque a la ley como eje de convivencia y como límite efectivo del poder. Desde esta perspectiva, si algo puede ralentizar el desarrollo económico, político y social del país es la persistencia de un marco institucional débil, incapaz de garantizar certeza jurídica. La inseguridad, la impunidad y la corrupción no son solo problemas de criminalidad, sino barreras estructurales a un curso de desarrollo integral y sostenido en el tiempo.

La reforma judicial podría haber sido el momento para inaugurar una nueva era de justicia. Sin embargo, el panorama actual no da certeza de que esto ocurrirá. El riesgo de que el sistema se vuelva más opaco, politizado e ineficiente es real. México es un país lastimado, donde las víctimas de delitos se cuentan por millones y donde la confianza en las instituciones judiciales es mínima. El gran desafío consiste en demostrar que esta transformación no es un salto al vacío, sino el inicio de un proceso que permita reconstruir la legitimidad de la justicia. Para ello, se requiere más que normas: se necesita voluntad política, compromiso social y un cambio cultural profundo. Sin un Estado de derecho fuerte, todo esfuerzo de desarrollo y cohesión social estará limitado y restringido en su potencialidad y capacidades.

Investigador del PUED-UNAM

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