Cuando un periodista se hace cómplice de la tortura

Nadie se puede hacer el que no sabe cómo “hacen cantar” a sus detenidos, escribe Témoris Grecko.

junio 29, 2017 7:44 am Published by

Por Témoris Grecko

El periodista no puede tomar las “confesiones” obtenidas bajo tortura como informaciones verdaderas o creíbles. En primer lugar, por ética elemental: al darles validez, se hace cómplice del torturador. Esto es evidente y no hay vuelta de hoja ni pretextos: periodista que presenta como ciertos los datos que a alguien le arrancaron junto con las uñas y los dientes, es un cómplice de los torturadores. Y en segundo lugar, porque el torturado no confiesa la verdad sino lo que el torturador quiere. El periodista que repite lo así obtenido engaña al lector y probablemente se engaña a sí mismo.

Es un tema que viene mucho al caso ahora que entró en vigor, el martes pasado, la nueva Ley de Prevención de la Tortura, que prohíbe a los jueces confiar o consentir la tortura. Establece, en su artículo 50, que las pruebas obtenidas así “serán excluidas o declaradas nulas”.

Sin embargo, muchos periodistas en México, muchos, de bajo y alto nivel, con prestigio y sin él, replican como veraces declaraciones obtenidas bajo tortura. En buena medida, por el recurso al copy-pasting o copiaypegado, que es uno de los vicios arraigados del periodismo en México.

Es la norma entre gran parte de los reporteros de fuente: reciben el comunicado de la institución, le dan una vuelta –a veces ni eso-, y lo ponen en su nota sin más esfuerzos, como verificar que la información sea correcta o buscar datos o voces de contraste. Pero también lo es entre muchos de los periodistas más afamados y directivos de medios, a los que las autoridades suelen “acercarles” información (como expedientes oficiosos o “reportes confidenciales” o supuestas conversaciones interceptadas) que ellos copiaypegan regular y disciplinadamente, haciendo parecer que presentan el producto de su propio esfuerzo. Aunque nunca se levanten de su escritorio.

Es un negocio satisfactorio para los funcionarios, que transmiten sus mensajes sin que parezca que los fabricaron ellos, y para los reproductores, que siempre cuentan con materiales “originales” y “exclusivos” para llenar sus páginas y columnas. Además de que tienen otros beneficios, porque en esto circula muchísimo dinero: desde canastas navideñas y pequeños chayotes hasta contratos de publicidad y ventas de servicios de relaciones públicas y de otros tipos, que explican la docilidad de los copiaypegadores. Pero ése no es el tema de hoy.

El asunto es que esos comunicados, expedientes y reportes suelen estar basados en información obtenida por un sistema policiaco que ha demostrado una gran e irrenunciable estima por la mentira y la tortura. Lo cual es sabido por todos en este país. Lo saben muy bien los periodistas, sin duda, que no pueden hacerse los marcianos que acaban de llegar.

Si cuestionar la información que nos dan es una actitud fundamental de esta profesión, es más importante –obligado- cuando proviene de fuentes que sabemos que acostumbran mentir y torturar. Pero estos periodistas y medios no se hacen ni una pregunta y el público que confía en ellos, es engañado.

Un ejemplo muy claro, con trascendencia histórica, es el Caso Ayotzinapa: a falta de evidencias sólidas, la PGR montó su “verdad” sobre declaraciones de supuestos culpables. Que casi en todos los casos se contradicen entre sí (el segundo Informe del GIEI dedicó una sección a contrastar lo que unos y otros dicen, y es poco lo que concuerda). Que son inconsistentes incluso con los hechos bien conocidos (como que Sidronio Casarrubias narró un enfrentamiento entre los estudiantes y el grupo criminal Los Rojos, que según él, ocurrió a las 2 de la tarde del 26 de septiembre, aunque los normalistas llegaron a Iguala a las 9 de la noche). Y que fueron tomadas bajo tortura, según han revelado las investigaciones de varios organismos, como la CNDH y la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos.

Esta semana, la revista Proceso publicó un informe proporcionado por esa Oficina de la ONU a la PGR, que permaneció oculto hasta que la reportera Gloria Leticia Díaz lo obtuvo a través de una solicitud vía el INAI. El documento revela que la Oficina tuvo acceso a 63 detenidos por el Caso Ayotzinapa, y de ellos, al menos 51 fueron torturados.

¿Qué les hicieron? “Violencia sexual, toques eléctricos en genitales, pezones y ano, penetración anal; golpes en diferentes partes del cuerpo con puños, patadas y armas; asfixia con bolsas de plástico en la cabeza; ahogamiento a través de la colocación de trapos en la cara seguida de derramamiento de agua; amenaza de muerte contra la persona y sus familiares; amenazas de ser arrojado desde un helicóptero”, etcétera.

Eso no incomodó a aquellos medios y columnistas que se formaron en la línea de defensa de la “verdad histórica”. Los documentos supuestamente firmados por el mismo Sidronio Casarrubias, El Chereje, El Pato, El Jona, El Cepillo y otros detenidos torturados fueron copiaypegados y presentados, una y otra vez, como testimonios inatacables, como información veraz. Y utilizados como ariete contra los periodistas y ciudadanos que cuestionaron la versión de la PGR: ¿cómo se atrevían a descreer de lo “confesado” por los crueles asesinos?
Alguno querrá alegar que este informe de la Oficina de la ONU apenas acaba de ser publicado y que por lo tanto, antes no sabían nada. Pero la CNDH ya describió los hechos en abril de 2016. Y el GIEI los reveló en septiembre de 2015. Y en enero de 2015, la misma revista Proceso reveló que esos cinco supuestos sicarios, y policías de Iguala y Cocula –todos claves para sostener la versión oficial- fueron torturados.

Y en todo caso, es obligación de cualquier periodista que pretenda conocer el funcionamiento de las policías mexicanas preguntarse si hubo tortura, sobre todo en un caso como éste, en el que tantos poderosos intereses están involucrados. Nadie se puede hacer el que no sabe cómo “hacen cantar” a sus detenidos.

Les dio igual: siguieron sosteniendo estas “confesiones” como verosímiles durante todo 2016.

En junio de 2009, mi compañero periodista de Newsweek Maziar Bahari fue detenido por la policía iraní. Yo acababa de escapar de Teherán cuando hicieron la transmisión exclusiva de las “confesiones” de Maziar. “Periodistas” de la televisión oficial, incluido su canal de propaganda en inglés Press TV (hermano a su vez de la versión en castellano, Hispan TV), “entrevistaron” a Maziar, quien “voluntariamente” contestó que él y todos los reporteros occidentales éramos espías de la CIA y otras agencias extranjeras, como parte de una conspiración para derrocar a la República Islámica.

Maziar fue obligado a inculparse en público después de muchas sesiones de tortura. La “entrevista” fue, obviamente, simulada. Los “periodistas” lo sabían. Les importó poco hacerse cómplices activos de este abuso contra los derechos humanos.

Pero uno no tiene que sentarse a hablar con el torturado ni doblarle el brazo para involucrarse en el crimen. Basta con que cumpla con el papel que le asignaron en un proceso que empieza en el calabozo y termina ante la opinión pública: convertir en “verdad”, frente a la gente, lo que fue arrancado con torturas.

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