Ecuador: volver a la normalidad tras las esquinas

Datos oficiales de la catástrofe: 659 fallecidos, 40 desaparecidos, 4,605 heridos, 113 rescatados con vida.

abril 27, 2016 7:38 pm Published by

Ángela Paloma Martín

Se acabó. Ya no hay más nada que se pueda hacer, como se diría en el orden lógico en que los ecuatorianos te agradecen en el momento en el que saben que la ayuda sobra cuando sólo quedan cuerpos y escombros. Llegar hasta Portoviejo desde Guayaquil no es cosa fácil. Carreteras estrechas y de difícil acceso te llevan hasta la ciudad, hoy día más complicadas por atorarse con coches y camionetas que se amontonan desde que centenares de ciudadanos decidieron ir, ellos mismos, a dar de comer y beber a sus propios familiares.

Llegar al cantón Jipijapa es darse cuenta de que queda una hora de camino para llegar. Una hora completa de una carretera que no está sola: centenares de personas se agolpan con bebés en brazos entre arcenes inexistentes y el inicio de una selva espesa que nada tiene de madreselva. ¿Son damnificados del terremoto? No. Son vecinos del lugar, pobres y necesitados como siempre lo fueron que,aprovechando la situación, también piden agua y víveres. Son los damnificados eternos del Ecuador. Cuesta creer la cantidad de niños pequeños,por todas las carreteras de las poblaciones aledañas a la catástrofe,que piden agua con pequeñas botellas vacías levantadas al vuelo,para llamar la atención de los conductores, bajo el sol emético manabita del mediodía.

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El atardecer se mezcla con la noche en Portoviejo. A escasos metros de la zona acordonada que envuelve el centro de esta ciudad, el olor se empieza a mezclar con el aire que se siente entre 26 y 38 grados centígrados. Es insoportable.El olor no se puede fotografiar. Sólo se puede sentir al olerlos que allí sintieron un día, padecieron y murieron. Es esa mezcla de la comida putrefacta de los mercados que allí había, unido al olor más cruel de la descomposición, junto con la cloaca inevitable que se acopla con el polvo de las máquinas que no dejan de trabajar en una reconstrucción todavía temprana, soñada, ilusionada, cuando aún no ha dado tiempo a llorar a los muertos, cuando aún no ha dado tiempo a encontrar a los desaparecidos.

Portoviejo es eso ya: escombro, pena y polvo. Silencio y ruido a la vez. Caminar es tropezar con los cables de la electricidad cada 20 pasos. Caminar es escuchar el crujir de los edificios medio caídos y ponerse a salvo corriendo cuando temes que se pueda venir abajo. Caminar es romper en más pedazos los cristales que pisas sin ver ni pensar. Caminar es mirar el suelo e intentar entender qué hubo allí, cómo vivieron un día o qué hacían en ese preciso instante. Caminar es cruzarse con el ejército que custodia la zona mientras te ofrece agua y te alerta de la obligación de llevar mascarilla. Caminar es protegerse de las demoliciones al grito de los topos mexicanos mientras los drones sobrevuelan la zona. Caminar es encontrarte a familias damnificadas en las esquinas mientras se llevan de sus casas lo que pueden con suma prudencia en mitad de unas vigas endebles sobre unas escaleras débiles que parecen ya de cartón. Porque en cada esquina, hay un inmueble derruido, sea público o privado, oficinas o viviendas, pero enclenques, ya inexistentes. Y será por las esquinas por donde empiece a reconstruirse Portoviejo.

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Carlos Parra, voluntario ayudante del cuerpo de bomberos de Ecuador, sonríe: “la fuerza manaba levantará Ecuador”. Y con la fuerza con la que lo dice, convence. Luis Zamora está sacando los muebles de su casa a la calle, hasta la tele y la nevera están a la intemperie: “nos vamos, no sabemos a dónde vamos, pero nos vamos. Posiblemente a Guayaquil. Pero no lo sabemos. Nos vamos”. Se van, sin saber el lugar de destino al que van, se van, y todos los muebles en la calle. Perdidos, se quieren sentir ubicados. Marisol Mendoza lee la prensa en la calle. Invita a pasar a su casa: viven en el garaje. El terremoto destruyó la planta de arriba. Su nieto de dos añitos, Jeremías, es un moreno lindo de ojos claros que anda descalzo entre ese garaje sin asfaltar. Come algo mientras dice que se movió el suelo y que tenía miedo: sobrevivió bajo los escombros. Un bebé duerme en una cuna bajo la sombra interna que lo protege. Tienen agua potable todas las mañanas. Viven en el garaje.

Cientos de personas necesitadas han construido albergues provisionales al aire fuera del centro de la ciudad, entre plazas y descampados, cerca de los lugares clave donde se dan víveres. Hay un camión rodeado de gente: el cuerpo de marines de Ecuador reparte ropa nueva cedida por ciudadanos de Pelileo, la Ciudad Azul, llamada así por su industria en la confección de vaqueros. Muchas de esas personas, que se agolpan en fila para recibir, no vuelven a sus hogares más por temor a que vuelva a suceder que por temor a que caigan sus casas. Son…  los otros afectados. Los afectados directos están reubicados en otros albergues adaptados, en centros de la policía, heridos en los hospitales, al pie de sus casas para que no se les roben nada, o desaparecidos. También el cementerio general de Portoviejo es una zona prohibida al paso de civiles: hay decenas de tumbas caídas y paredes quebradas. Y la gran problemática a la que se enfrenta Portoviejo es la delincuencia. Injusta delincuencia que provoca tamaño miedo en semejante miseria. Nadie está libre. Ninguna calle es segura. Nada te protege. La pena y el temor es una sola sensación.

Manta se levanta por la mañana. Los pájaros cantan lloro. El barrio de Tarqui es un camposanto al borde del reflejo del océano pacífico. En este lugar aún es más evidente el peso de la destrucción. El olor vuelve a ser esa fotografía sin capturar en la retina que se queda a vivir en los sentidos. Se duplica su intensidad por la humedad. En Manta no hay polvo, no hay equipos de demolición, pero sí la certeza de que puede haber fallecidos entre los pisos que han quedado aplastados como si fueran una sola planta. No hay manera de entrar, porque no hay manera de salir. Militares del ejército hacen pequeñas hogueras para quemar basura, pero las moscas bailan con las larvas entre los sacos de azúcar, entre la carne podrida de los mercados que hubo en ese lugar residencial. Residencial, por eso hay más fallecidos, mientras los hoteles se han convertido en la pesadilla vacacional de esta costa.

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De la famosa papelería del centro comercial de Tarquino queda nada más que los restos de papel donde ya ni siquiera se puede sobrescribir su historia, o los juguetes con los que jamás se podrá jugar. Y todas las esquinas del barrio en el suelo mientras las viviendas de adobe y paja de los primeros tiempos se mantienen en pie. Los edificios de las esquinas en el suelo, mientras se intenta comprender el porqué del derrumbe de edificios alternos mientras otros, para que no caigan, los apuntalan con guadua. Bajo toda interpretación científica, nadie entiende este terremoto y todo el mundo sabe lo que vivió. Pero es imposible no ver que la base, de muchos de los edificios caídos de Portoviejo y Manta —sólo apoyada por columnas para los pórticos— es más estrecha que el peso que soportaba. En Manta el silencio se mezcla con los cristales que se rozan entre sí a punto de caer de los inmuebles inservibles que habrá que derruir. Y ese silencio estremece. Camas que asoman, zapatos sin pares, sofás a punto de caer de segundos pisos, sábanas que unidas han servido para salvar vidas, juguetes y peluches al pie de escaleras que nunca verán dueño ni infancia. El hedor ahoga. El silencio estremece y encoge. Ya no hay nada más que hacer. La normalidad será una realidad maquillada de recuerdo y angustia.

Tras la tragedia del pasado 16 de abril, la ayuda internacional y la ayuda humanitaria, Ecuador entró en la fase de acción con medidas políticas y económicas. La alerta sobre una posible crisis sanitaria es aún eso, una alerta. Ahora, ya, y de manera temprana, se empieza a hablar de reconstrucción. Pero para reconstruir hay que entender, hay que vivir, hay que pisar. Una reconstrucción que deberá volver a todo un país a la normalidad sólo si se sabe dónde quedaban sus esquinas.

(Publicado en: “Lo que debes saber”, medio español dirigido por Juan M. Zafra y Braulio Calleja)

*Colaboración para Aristegui Noticias de Ángela Paloma Martín (@anpamar )
Publicado en www.angelapaloma.com
Fotos: Ángela Paloma Martín

Correo: martin@angelapaloma.com
Web: www.angelapaloma.com

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