Economía local y violencia: la paradoja del crecimiento en contextos de inseguridad | Artículo de Mario Luis Fuentes
Mientras que una empresa trasnacional puede destinar recursos para su seguridad, las PyMES enfrentan directamente la violencia criminal: Mario Luis Fuentes.
Mario Luis Fuentes
Desde 1994, con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y su continuidad en el actual Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (TMEC), la inversión extranjera directa (IED) ha sido el motor fundamental de la economía exportadora mexicana.
Contrario a lo que sostienen muchos discursos simplistas, la violencia no ha detenido el flujo de capitales hacia el país. Por el contrario, se ha configurado una paradoja: los estados más violentos en términos de homicidios y criminalidad son, al mismo tiempo, algunos de los principales receptores de inversiones y, en consecuencia, muestran un dinamismo económico superior al de otras entidades menos violentas.
La IED en México no se distribuye de manera homogénea. Desde hace tres décadas, los estados con mejor infraestructura, cercanía a los mercados internacionales y mayor capacidad de articulación institucional han concentrado los mayores capitales. Entre ellos destacan: Estado de México, Nuevo León, Tamaulipas, Chihuahua, Baja California, Sinaloa, Sonora, Jalisco, Guanajuato y Ciudad de México. Estos territorios no sólo reciben inversiones industriales y manufactureras, sino que se han convertido en polos de atracción para empresas tecnológicas, automotrices, electrónicas y de energías renovables.
A esta lista se suman estados como Michoacán y Puebla, cuya importancia económica radica en una doble vertiente: por un lado, son receptores de remesas internacionales que fortalecen el consumo interno; por otro, han recibido capitales agrícolas e industriales que han transformado sus estructuras productivas. De esta manera, el mapa económico mexicano muestra regiones en las que la IED se combina con economías locales dependientes de las transferencias de los migrantes, generando un dinamismo dual: inversión formal y capital familiar.
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Una afirmación recurrente en el debate público sostiene que la violencia y la criminalidad “ahuyentan” a los inversionistas. Sin embargo, los datos del INEGI y de organismos internacionales revelan un fenómeno contraintuitivo: los estados con mayores tasas de homicidio -como Guanajuato, Baja California, Chihuahua, Michoacán o Tamaulipas- no sólo no han dejado de recibir inversión extranjera, sino que han visto crecer su producto interno bruto estatal.
Este hecho obliga a repensar la relación entre violencia e inversión. En lugar de un obstáculo absoluto, la violencia convive con los procesos de crecimiento económico en un marco de coexistencia tensa. Las empresas transnacionales, al contar con altos niveles de protección institucional, capacidad de negociación y seguridad privada, logran operar incluso en entornos hostiles. La violencia, aunque estructuralmente dañina para la sociedad, no ha significado un freno real para los grandes capitales.
Desde una perspectiva sociológica esto revela una asimetría: mientras las élites económicas logran blindarse frente a los efectos del crimen organizado, las comunidades locales y los sectores más vulnerables viven la violencia en su forma más brutal. Filosóficamente, esto plantea una cuestión ética: ¿puede hablarse de desarrollo cuando la búsqueda de la prosperidad se sostiene sobre una base social herida por la violencia y la precariedad de la vida cotidiana? Lo anterior debe interpretarse considerando que puede haber incluso importantes procesos y periodos de crecimiento económico, en territorios marcados por el dolor y el sufrimiento humano, provocado, por ejemplo, por fenómenos como la desaparición de personas y la presencia masiva de fosas clandestinas.
Donde sí se observan efectos muy fuertes de la violencia, es en las pequeñas y medianas empresas (PyMES). Estas carecen de la capacidad para blindarse frente a fenómenos como la extorsión, el cobro de piso, los asaltos y la corrupción cotidiana ejercida por autoridades municipales y estatales.
Mientras que una empresa trasnacional puede destinar recursos para su seguridad y negociar con autoridades federales, las PyMES enfrentan directamente la violencia criminal, que se convierte en una especie de impuesto ilegal que drena su capacidad de inversión y las empuja a la precariedad e incluso a la quiebra. Este hecho tiene un costo social incalculable: son precisamente estas empresas las que generan el mayor número de empleos en el país y las que permiten el desarrollo de economías locales más resilientes.
Desde la economía política, la extorsión a las PyMES puede interpretarse como un mecanismo de redistribución regresiva: los recursos productivos se transfieren a grupos criminales que no generan ningún tipo de valor social, debilitando el tejido empresarial y la confianza comunitaria. Sociológicamente, esto produce un círculo vicioso: la quiebra de pequeños negocios refuerza la dependencia hacia las economías criminales como fuente de empleo e ingresos, profundizando la violencia estructural.
La paradoja mexicana obliga a pensar la violencia no sólo como un problema de seguridad, sino como una categoría transversal que atraviesa la economía y la política, pues es un hecho que la violencia no se limita al acto homicida: es también la imposición de condiciones de vulnerabilidad estructural, la negación de oportunidades y el sometimiento de la vida cotidiana al miedo.
El Estado, en su responsabilidad primordial de proteger la vida, no ha logrado garantizar un marco de seguridad integral para la ciudadanía. Sin embargo, al mismo tiempo, ha mantenido un piso mínimo de garantías para el funcionamiento de los grandes capitales. Esto revela una ética fragmentada del Estado mexicano: se privilegia la continuidad del modelo exportador y de atracción de inversiones, incluso cuando esto convive con un deterioro profundo de la seguridad de las personas y de los pequeños productores.
La evidencia permite sostener que la violencia no ha detenido la IED ni el crecimiento del PIB estatal, pero sí está debilitando el corazón del mercado interno: las PyMES y las economías locales. Por ello, urge que se reconozca que la seguridad no puede limitarse a proteger exclusiva o prioritariamente a las grandes empresas y a los corredores industriales, sino que tenga como centro la protección de las personas y de las fuentes de ingreso formales y legales.
Una política de seguridad de nueva generación debe reconocer que el crecimiento económico sostenible no puede edificarse sobre un modelo dual, en el que unos pocos territorios concentran inversiones blindadas y vastos sectores sociales quedan a merced de la violencia criminal. Proteger a las PyMES significa garantizar empleos, fortalecer el consumo interno y reducir la dependencia de las economías ilícitas.
En este sentido, la estrategia de seguridad no puede desvincularse de la estrategia de desarrollo. Proteger la vida, los ingresos y las empresas es una misma tarea: sin seguridad humana y sin seguridad económica, no hay posibilidad de construir un desarrollo integral.
La experiencia mexicana de las últimas tres décadas demuestra que la violencia no ha detenido la llegada de inversión extranjera ni el crecimiento exportador. Sin embargo, este dinamismo económico coexiste con una violencia que erosiona a las comunidades y destruye el tejido de las PyMES. De no corregirse, esta contradicción profundizará la desigualdad y la dependencia hacia las economías criminales.
Por ello, se impone una nueva lógica: la seguridad debe concebirse como la condición básica del desarrollo, no sólo en su dimensión policial, sino como garantía integral de la vida, el trabajo, las fuentes de empleo, la inversión productiva y la dignidad de las personas. Solo así será posible reconciliar el crecimiento económico con una justicia social que permita pensar en un desarrollo verdaderamente inclusivo y sustentable.
Investigador del PUED-UNAM
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