Jennifer Clement publica ‘La fiesta prometida’, unas memorias entre Nueva York y la CDMX

“El libro refleja el amor que siento por México”, reconoce la escritora en entrevista.

agosto 22, 2024 10:31 am Published by

Por Héctor González

Durante muchos años Jennifer Clement (Greenwich, 1960) vivió entre dos ciudades: Nueva York y la CDMX. Cada una marcó su infancia y su juventud, cada uno contribuyó a la construcción de la escritora que es.

Hoy, la narradora y presidenta emérita de PEN Internacional, advierte que México es el país donde vive. Si viaja a Estados Unidos es por cuestiones familiares o laborales.

Autora de la celebrada La viuda Basquiat y de novelas como Ladydi, Amor armado o Una historia verdadera basada en mentiras, Clement decide hacer un recuento de sus memorias y publica La fiesta prometida (Lumen), un relato tan íntimo como azaroso que reflexiona sobre la identidad y además retrata dos épocas ahora desaparecidas de dos metrópolis marcadas por los contrastes

¿En qué momento decides hacer un corte de caja para hablar de tu vida?

Supongo que tiene que ver con mi edad y con ver hacia atrás. Realmente viví dos momentos excepcionales. Si bien no me tocó la época dorada de México, sí viví una especie de polvo de oro, además de un periodo intenso en Nueva York. En mi imaginario ambas son ciudades hermanas. Me parece que México perdió un poco de esplendor con el Tratado de Libre Comercio y a Nueva York le pasó lo mismo con el SIDA. Tenía ganas de retratar aquella época, de los setenta.

La fajilla del libro lo anuncia como la precuela de La viuda Basquiat, pero el libro es más que eso.

No lo tenía pensado de esa manera, pero ya sabes hay que vender libros. La viuda Basquiat es la vida de Susane, quien llega a Nueva York en 1980, yo llegué en 1978. Siempre había tenido el deseo de escribir sobre mi Nueva York y sí, hay un capítulo llamado La viuda Basquiat, incluso hay un momento donde ambos libros conversan.

¿Cómo te ves en la perspectiva?

Además de hablar de las dos ciudades, hablo de cómo me hice escritora y eso no lo tuve tan claro hasta que revisé la importancia de mi nana Chona, ella no sabía leer ni escribir, en las cartas de mi mamá cuenta que yo le leía los cómics y las rutas de los camiones. Cuando Chona se fue sentí que se marchaba la única persona que me necesitaba.

En este proceso de volverte escritora también está la figura de tu padre, un hombre complejo, pero a quien finalmente le haces un homenaje.

Él me marcó mucho porque era un amante de la literatura, desde muy pequeñas nos leía sonetos de Shakespeare, pero como dices era un hombre complejo y alcohólico.

¿A través del libro qué relación estableciste con él?

Siempre he intentado comprenderlo. Me parece increíble que uno como escritor puede llevar por el mundo a personas olvidades, siempre me sorprende cuando alguien en una entrevista me pregunta sobre mi papá, es algo extraño y a la vez bonito.

Al final son personajes que marcan…

Sí, parece lugar común, pero es verdad. Los mexicanos nos sentimos muy cerca de nuestros muertos y el libro está lleno de muertos.

El relato escarba también en tu identidad y en tus orígenes…

Claro, mi destino acabó siendo el inglés y no el español por una cuestión escolar. Hay muchas historias de mexicanos que van a Estados Unidos, pero no de norteamericanos que se van a México. Cito a Carlos Fuentes porque él escribió de este grupo de norteamericanos comunistas buscados por el FBI que se reunían en Cuernavaca y del cual mi padre formaba parte.

¿Qué te sumó tener un pie en Estados Unidos y otro en México?

Experiencia, al final tuve que tomar una decisión y mi decisión fue México, creo que es un libro sobre el amor que tengo por este país.

Después de un libro tan duro como Ladydi, La fiesta prometida es distinto, con otro tono.

Al escribir Ladydi o Una historia verdadera basada en mentiras, ambos libros duros, siempre busqué entrar por la puerta de la poesía y no hablar solo de lo miserable. Aun así, en La fiesta prometida no es todo encantador, hablo de miseria, violencia y pobreza. Viví de cerca todo eso por Chona, recuerdo los leprosos y fui a la Basílica donde vi gente herida. Dedico un capítulo al censo de 1970 para que no se nos olvide que mucha gente no comía carne, que los niños se morían.

Sí, aunque en otro tono. Incluso se contrasta con los pasajes donde aparece gente muy conocida…

Quería contar dos momentos, pero a final de cuentas me tocó vivirlos por el azar, no fueron cosas escogidas. Conozco a Basquiat porque su mujer trabajaba en el mismo restaurante donde yo era mesera; conocí a Madonna porque ella trabajaba en un bar al que íbamos mucho. En México me la vivía en la Casa Estudio de Diego Rivera porque la nieta del pintor era mi mejor amiga, es decir, todo fue azaroso.

¿Sientes nostalgia de esa época?

Corté como cien páginas, de lo contrario el libro iba a quedar muy grande. Me interesaba mucho explorar quién fui y aquello que me marcó. Me parece increíble que Diego Rivera dijera que se había dado cuenta de que Frida Kahlo era lo más importante para él hasta su muerte, es terrible. Me perturba la idea de que no te das cuenta de lo importante hasta que lo pierdes.

El libro tiene una estructura fragmentaria, al final la memoria así funciona…

Desde los últimos veinte años casi todas las memorias suenan a novelas y eso es porque el mercado te lo pide, es decir, exige algo que resulte satisfactorio para el lector porque tiene un comienzo, una crisis y una resolución. A mí no me interesaba hacer eso por eso leí memorias de los novelistas rusos que son muy distintas. En su ensayo sobre los poetas metafísicos, T. S. Eliot escribe que la vida es muchos fragmentos que crean un todo, esa fue la puerta de entrada para la estructura del libro.

¿Por algún prurito ético te guardaste cosas?

Sí, porque decidí escribir con la pluma en una mano y sin cuchillo en la otra. No quería señalar o tener revanchas.

 

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