Las investiduras de la magia en ‘Un tranvía llamado deseo’ dirigido por Diego del Río

La obra clásica de Tennessee Williams se puede ver en el Teatro Julio Castillo, de jueves a domingo a las 18:45 horas.

mayo 21, 2025 11:33 am Published by

por Lo Hiancia Pez

                             …el mundo real es menos intenso que el mundo de la creación — Tennessee Williams.

                      ¡Yo no quiero realismo! ¡Quiero magia! — Blanche du Bois en Un tranvía llamado deseo.

 

La exigencia de Blanche de magia en vez de realismo, hecha en un desgarro de voz por Marina de Tavira, es también la declaración de principios de la puesta en escena de la obra más conocida de Tennessee Williams, adaptada y dirigida por Diego del Río para —ha dicho— enfatizar en “el patriarcado sin romantizarlo” y la exclusión de “las neurodivergencias”, entre otros temas, y que retoma temporada en el Teatro Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque, con escenografía y luces de Jesús Hernández, música original de Andrés Penella y actuaciones de Marina de Tavira, Rodrigo Virago, Astrid Mariel Romo, Ana Clara Castañón K., Alejandro Morales, Mónica Jiménez, Federico Di Lorenzo, Rodolfo Zurzo y Patricia Vaca.

Magia, la de un espectáculo que nos descubre la transformación del mecanismo teatral en organismo dramático: de la operación de las partes ensambladas del primero a la respuesta vivencial de los órganos del segundo.

Una vez en escena, actores y actrices no saldrán hasta el intermedio y, retomada la función, hasta el final; en ambos momentos, uno de ellos introducirá lo que viene, otra dará la tercera llamada, pedirá al público apagar celulares, etcétera, y habrán de interactuar con el resto de actrices y actores en el calentamiento con gestos, vocalizaciones, corporalidades, alusiones al público y alguna divertida chanza escatológica. Y al paso, de pronto, empieza todo, el canto en coro acompañado de percusiones…

Habremos de verles a los secundarios cómo durante la función suben y bajan del tablado y, de pie, en cuclillas o sentados —ora vecinos, ora testigos indeterminados, ora dispositivos de sonido o del delirio—, miran qué pasa con los principales en acción; también producen música introductoria o ambiental o representan un pasado brotado de la mente de Blanche hasta que ella los detiene con un gesto cuasi extraficcional; incluso se convierten en un radio que en uno de sus bestiales arranques Stanley rompe de un manotazo…

Realismo norteamericano

Magia, que lo descrito lleve al organismo por un aparente continuum —que hace temer un bajo calado— a una caracterización con atributos o trazas expresionistas, simbolistas, poéticas y por ahí algún atrevimiento fársico-cabaretero con la inefable Summertime, moldeando con cada capa, sin embargo, una obra de encuadre realista estremecedora hasta el nudo en la garganta, si bien estamos frente a un realismo peculiar…: Tennessee Williams aporta las mayores dosis de intuición e introspección dramática al gran momento del realismo norteamericano que le tocó vivir.

Acaso esa preeminencia de la magia sea por una mejor comprensión del realismo de Tennessee Williams (1911-1983) que, a diferencia del más reconocible (por ejemplo, el de Arthur Miller, 1915-2005) que acentúa la índole social y moral, busca reconocer el curso de encuentro o colisión del mundo interior, individual, voluntarista, naturaleza subjetiva —irracional y desinteresada—, en esta puesta tan rotundo para el caso de Blanche con sus desvaríos o éxtasis sombríos (ella, intolerante a la luz) como en la marca predadora o ferocidad primitiva de Stanley (reminiscente homérico de invulnerables mejillas) y en la fuerza delicada de Stella (en medio de Blanche y Stanley) de resistencia trágica, astucia sometida y sexualidad alegre, con el mundo de los hechos y ambientes plenamente reconocibles, contextuales, de la aflicción amorosa y la competencia masculina, de la empatía femenina y feminista (sorodidad que entonces no sabía decir su nombre) y la centralidad del pragmatismo y la posesividad.

De ahí que en pocos montajes la disposición espacial del escenario resulte tan precisa, una entidad de sentido. En este caso, es un entorno ineludible, abierto y profundo, el dominio del encuentro y el encontronazo, del encierro sin muros, donde la manifestación de la causalidad —incluso de la fatalidad— convive con el albedrío (“voluntad no gobernada por la razón, sino por el apetito, antojo o capricho”, RAE dixit).

Una gran tarima rectangular a dos escalones del suelo, rodeada de público, da una escena plana y transparente cuya intensidad es propagada, o mejor, modulada por luces que alternando alturas iluminan una topología del vínculo y del desborde compuesta por los valles y cimas de la intimidad, la fiesta, la discusión, la violencia, la esperanza, el amor, el desamparo, la locura, la decadencia, la desesperación, el placer, la complicidad, el forzamiento, estados donde el yo se expone, quiebra o transforma, envolviendo o desvelando el tren incontenible de deseos en medio de una vida hacinada.

El tranvía efectivamente llamado Deseo (el Streetcar Named Desire del título y del espíritu situado, histórico de los personajes) de Nueva Orleans existió del siglo XIX a 1948, un año después de estrenada la obra de teatro. Su nombre le vino de la estación de llegada en la Calle Deseo ubicada en el Barrio Francés, que en un siglo decayó de aristocrático a zona de clase trabajadora luego de la Gran Depresión de los treinta del siglo XX. Las viejas casonas dejaron de albergar a los acaudalados y sus habitaciones se llenaron de inmigrantes, familias venidas a menos, obreros, viudas, etcétera, en dinámicas de convivencia intensas, con poco espacio a la intimidad, donde la voz masculina, tan vital como primaria, con sus gritos, cantos, borracheras y risotadas, imperaba en detrimento, por ejemplo, de la intimidad amorosa, sensual, libre, tan deseada por Stella, esposa de Stanley —bruto excepcional, eminente ejemplar de ese mentado dominio machista— y hermana de Blanche, en fuga por el deseo de refinamiento y delicadeza del personaje que quiere acabar de encarnar, intento siempre frustrado (¡qué casualidad!) por el medio que la circunda. Un ambiente hoy reconocible como tóxico, en el que por cierto ellas van descalzas y ellos calzados, que las degrada hasta la gesticulación grotesca o la súbita vociferación frenética (“¡No es una falda, es un vestido!”).

Escenario propicio para la convergencia

El escenario potencia la simultaneidad de ambientes interiores y exteriores de la casa de Stanley y Stella a donde ha llegado a imponer Blanche su pretendido personaje lastrado por la evocación de su elegante y arruinada familia francesa Du Bois, otrora dueña de una gran extensión de tierra llamada nada menos que Belle Reve (bello sueño), de la que ella y su hermana son las supervivientes últimas; lastrada Blanche, la sublime protectora de poemas y fabuladora brillante, por la desgracia personal desde el primer minuto de su matrimonio juvenil hasta el ensueño de un nuevo idilio de pureza romántica pero condenado por Stanley, con Mitch, alma generosa y conservadora salida nada menos que de la porqueriza masculina de la que él goza a duras penas…

Blanche, que pudo estirar la liga de su destino (acariciado, gozado —usted diga, Dr. Freud—) con sus múltiples delirios genuinos o taimados y cuyo capítulo más reciente incluyó la expulsión de la escuela donde enseñaba, dejándola ¿sin mejor opción? que ahondar en su decadencia para luego ir con su adorable hermana a cuidarla (“Enfrenta la realidad. / “¿Qué realidad?” / “Que te casaste con un violento”) y ser cuidada, escucharla (“¿Tener un hijo, con él?”) y ser escuchada (“No, Blanche, cuando te pones mórbida no te escucho”).

Magia, que desde cualquiera de sus costados la escena permita mirar acciones simultáneas o concurrentes en las calles aledañas, las múltiples violaciones de Stanley en los espacios personales o privados de los demás, los pleitos conyugales de los vecinos, y cómo de los compartimentos de la escena, chisteras escenográficas en el piso, salen botellas, teléfono, el azote emocional con sonido de tablón aventado, incluso la bañera vaporosa en la que Blanche disfruta sin medida. Un escenario traslúcido, propicio para la convergencia de planos psicológicos, emocionales y físicos divergentes, sí, los de Blanche, entre ellos los de fiereza o incontinencia pero sobre todo, para asombro de Stella —y embeleso nuestro— su ritual, baile, trance corporal justo antes del intermedio; también la gracia torpe con la que cierran su primera cita Mitch y Blanche, convertido el embeleso más tarde en candor malogrado, envilecido, pedestre, ante el cual solo queda clamar por magia; la acción congelada, la escultura de la violencia de Stanley con Blanche, reencarnación del infernal Hades raptando a Perséfone (Bernini); o los múltiples sublimes cuadros de Stella enamorada, arrobada, sexual, desesperada o atrapada en la mirada, los brazos o los labios de ternura torcida de Stanley (“Todo va a estar bien cuando ella se vaya”).

Puede ser que esa magia de Un tranvía llamado deseo de Diego del Río se halle mejor en la enormidad del Teatro Julio Castillo, por la vocación o tentación de la escenografía a desbordar la escena (¡ahí viene Blanche, con su inmenso baúl, bajando desde la estación que queda allá arriba, por la última butaca!). De ese espacio delimitado pero de vastedad inabarcable donde los contenidos de los personajes se expanden o contraen con su acento (la inquebrantable Blanche de Marina, el instintivo Stanley de Rodrigo, la inefable Stella de Astrid, el indefenso Mitch de Alejandro, la íntegra Eunice de Mónica, los reflejos inmanentes de los demás personajes/actores) donde la interpretación física encuentra su fertilidad autopoiética, de la que se nutre la vitalidad de ese cuerpo de actores, desde los momentos previos a las terceras llamadas hasta el agónico fin.

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