El pensamiento mágico y los diciembres fatales de Morelos | Artículo
La reconstrucción histórica de la guerra de Independencia requiere conceder un valor esencial al papel que juega, en la guerra popular comandada por Morelos –y por Vicente Guerrero o por Pedro Ascencio–, a lo que en forma muy esquemática hemos calificado como el “pensamiento mágico”.

Julio Moguel
I
En el inicio de sus aventuras guerreras, cuando Hidalgo le dijo un día de octubre de 1810 en Indaparapeo que su misión sería encabezar el movimiento independentista en el Sur, Morelos no habría de imaginar que, de los doce trancos del año, diciembre sería en definitiva el mes de sus desgracias. El 22 de diciembre de 1815, fue fusilado en Ecatepec, y dos años antes, el 23 y el 24 de diciembre de 1813, en las Lomas de Santa María, en Valladolid (hoy Morelia), sufrió la derrota militar de mayores alcances que haya impactado al movimiento de Independencia.
Es difícil tratar de definir las “claves” de sus derrotas. La de su fusilamiento no requiere mayores esfuerzos de interpretación, pues se convierte pura y simplemente en el resultado “lógico” de su derrota militar en las Lomas de Santa María. Perseguido, acosado y cercado en definitiva por las fuerzas armadas del realismo, el Siervo de la Nación acaso ya esperaba desde tiempo atrás el desenlace trágico. Mas no entraremos a relatar ninguno de los hechos de ese proceso que, sea dicho de paso, encuentra sus mejores aterrizajes de información y de interpretación en un libro poco conocido, maravillosa joya histórica de uno de los más grandes de los grandes historiadores de nuestros tiempos: Ernesto Lemoine, en La última expedición de Morelos, rescatado en su versión manuscrita por el historiador Adrián Gerardo Rodríguez del Fondo Lemoine en Aguascalientes en 2013, y publicado por la Secretaría de Gobernación en 2014.
II
En el caminar de los hechos, en medio de la guerra, lo contingente y lo azaroso se convierten en elementos que se tejen caprichosamente con los planes de guerra o de combate. Pero quien dirige la campaña no puede estar esperando a que lo que sea determinante en la confrontación sea lo azaroso y contingente, a sabiendas de que estos últimos son, en cualquiera de los casos, sólo elementos que, a favor o en contra, aparecen en el propio transcurrir de las batallas.
Puedo identificar a Hermenegildo Galeana como alguien que, de suyo, entraba a jugar al terreno de la guerra con la convicción, acaso desde una perspectiva mágica o de fe, de que su olfato y sus habilidades –que podemos identificar fácilmente con las capacidades propias de un felino–, confía en sus impulsos primarios para reaccionar frente a un embate que no es descifrable más que en el momento preciso del encuentro. No es difícil suponer que, más allá de su temple e inteligencia, tales capacidades de Galeana para operar sobre el terreno fueron alimentadas por el “contagio” temprano que el activo combatiente tuvo desde el espíritu y habilidades de los negros y mulatos de su tropa (herencias africanas, mulatas y negras), así como de la sabiduría de los campesinos cobrizos de la época.
Morelos, más allá de sus identificables cualidades personales, armadas desde su origen arriero y de sus vinculaciones populares esenciales –hay que leerlas en su trayectoria de vida, en lo que fue su historia antes de “entrevistarse” con Hidalgo en Indaparapeo–, encontró en Galeana y en sus guerreros –muchos de los que formaron el temible grupo militar bautizado como Los Guadalupes– una escuela de la que mucho pudo aprender y convertirlo en convicción o fuerza propias; porque no hay que restar importancia al hecho de que él mismo era mulato, adoquinado –sólo adoquinado–, cuando era joven, en un terreno de “blancos” que buscaban, como la cabra al monte, ir “por lo suyo” en los procesos de la formación escolar universitaria. Me refiero por supuesto a sus años como alumno de la Universidad Nicolaíta, cuando Miguel Hidalgo era rector de dicha institución académica.
III
Por todo lo dicho hasta aquí, marcamos alguna distancia con la autodenominada “historia objetiva”. Historia que no puede entender lo que significan los elementos-símbolo, claves de la espiritualidad y/o el papel de las correspondencias “mágicas” que marcan un “espíritu” de grupo al “fijar” la morada –los sentidos de pertenencia– de la colectividad correspondiente que se implica, y que en un momento dado “hacen la diferencia” en el pensar, en el actuar o en el combate.
Eso es precisamente lo que marca en definitiva al Morelos de la época en la que construye la “República de Tecpan”. ¿Quién no recuerda todo el simbolismo que entra a jugar en la constitución de la primera zona liberada de las áreas costeñas cercanas a Acapulco, cuando el espacio de “repliegue” o de defensa primaria se llama El Veladero, campamento o refugio que también era conocido –y anunciado, en sus afueras– como el “Paso a la eternidad”?
¿Quién no recuerda, a la vez, el increíble “sitio de Cuautla”, cuando en medio de todos los desastres habidos por haber, y de que los insurgentes sitiados durante tres meses morían como moscas por efectos de la peste o de los cañonazos o disparos que llegaban desde las filas realistas? ¡En medio de las balas y de los cañonazos los insurgentes prendían fogatas en círculos diversos y se ponían a bailar y a lanzar todo tipo de gritos, burlas y mentadas de madre al enemigo!
La reconstrucción histórica de la guerra de Independencia requiere concederle un valor esencial al papel que juega, en la guerra popular comandada por Morelos –y por Vicente Guerrero o por Pedro Ascencio–, a lo que en forma muy esquemática hemos calificado como el “pensamiento mágico”. Si se nos permite el símil, un poco a la manera en que lo entendió Alejo Carpentier en su esfuerzo histórico-literario conocido, o al que le dio su sello y distinción a una novela como la de Garabombo el invisible, de Manuel Scorza. Sin magias, espíritus, valor y correspondencias místicas, sin la persistencia de una resonancia acústica particular integradora del Ser comunitario de la época, sin una especie de “temple” o de una “tonalidad significativa” (Grundstimmung, definiría Heidegger) de esos insurgentes, no podría explicarse la ruptura del cerco de Cuautla y la fuerza con la que el ejército encabezado por Morelos logró reconstruir sus fuerza para abrir entonces la ofensiva militar que lo llevó hasta la toma de Oaxaca.
IV
La derrota del Ejército Insurgente en las Lomas de Santa María los días 23 y 24 de diciembre de 1813 requiere otro nivel de balance que no podríamos intentar hacer en este espacio. Pero quepa decir al menos, en abono a nuestro acercamiento, que, al pasar de una guerra popular de posiciones a una guerra popular de movimientos, donde lo que valía era sin lugar a duda la pericia propiamente militar y “las correlaciones de fuerza”, se dejaba de lado o pesaban con menor vigor estas particulares “potencias” de la magia y de las capacidades felinas de aquellos rebeldes campesinos –negroides, cobrizos, mulatos– que entraban al combate.
Visto a la distancia que nos obsequia el tiempo, pudiera decirse que ese tránsito de la guerra posicional de control territorial basado en la guerra popular o de guerrillas a un combate frontal, de movimientos, de “ejército contra ejército”, no pareció en definitiva haber sido una buena decisión del Generalísimo, más allá de “lo contingente y azaroso”, que, en el caso de la batalla en Valladolid, jugó en definitiva a favor de los realistas.

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