Conservación que transforma: solo si es con las comunidades

Conservar ya no puede ser entendido como aislar. Conservar debe ser cuidar, regenerar, habitar con respeto.

noviembre 20, 2025 10:36 am Published by

Por Valeria Towns

Hoy, más que nunca, es urgente cambiar de paradigma. La conservación debe dejar de ser una política ajena a las comunidades y convertirse en una propuesta viva, construida desde los territorios. Debe partir del reconocimiento profundo de los saberes, vínculos y formas de vida de quienes los habitan. Conservar es cuidar, regenerar, habitar la tierra con respeto. Y para eso, necesitamos poner en el centro a las comunidades locales, no como beneficiarias pasivas, sino como líderes de una nueva visión. Porque la conservación, si no es con ellas, simplemente no será.

Desde la Revolución Industrial, hemos transformado profundamente la forma en que habitamos el planeta. El desarrollo tecnológico y económico ha traído consigo impactos tan severos que hoy enfrentamos un aumento global de 1.5 °C en la temperatura promedio, con consecuencias climáticas alarmantes. Este texto no busca enfatizar los efectos de esa crisis —ya suficientemente documentados—, sino hacer una pausa para reflexionar sobre las soluciones que hemos construido y, especialmente, sobre aquellas que aún nos faltan.

Durante más de un siglo, la humanidad ha hecho esfuerzos valiosos por conservar la naturaleza. Desde que tomamos conciencia del daño que nuestra civilización ha causado, han surgido movimientos, colectivos y científicos decididos a frenar esta destrucción. Desde los clubes de observación de aves del siglo XVIII hasta figuras como Rachel Carson —quien denunció los efectos de los contaminantes sobre la salud y el medio ambiente, especialmente en el norte global— se ha intentado reconciliar el desarrollo con la conservación, buscando que el crecimiento económico no sacrifique los recursos de los que dependen millones de especies, incluida la nuestra.

Una de las soluciones prácticas que surgieron fue establecer áreas donde se excluyera el desarrollo humano, permitiendo que la naturaleza se desenvolviera en “plenitud”, sin intervención. Gracias a estos esfuerzos hoy contamos con áreas protegidas que resguardan cerca del 15 % de la superficie terrestre del planeta y casi el 7 % de los océanos. Estos espacios han sido fundamentales para evitar la pérdida de ecosistemas y especies, y representan un logro colectivo. La meta global es que, para 2030, al menos el 30 % del planeta esté protegido.

Sin embargo, esta estrategia de conservación ha sido concebida, históricamente, como un acto de separación: lo natural separado de lo humano, lo prístino de lo intervenido, el “sujeto protector” del “objeto protegido”. Esta visión, profundamente influenciada por el pensamiento colonial, ha invisibilizado a las comunidades que históricamente han habitado y cuidado estos territorios. Al negar sus vínculos, prácticas y derechos, muchas veces convertimos a la conservación en una fuente de conflicto en lugar de esperanza.

No basta con proteger un porcentaje del planeta: necesitamos transformar el 100 % de nuestra relación con él. La vida silvestre, los ecosistemas y las comunidades humanas no terminan donde acaban las líneas de un mapa.
La conservación del futuro no puede entenderse como un ejercicio de exclusión, sino de conexión. Requiere tender puentes entre los territorios ya protegidos y el resto del paisaje donde viven, producen y resisten millones de personas.

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Cuando Europa ya había agotado sus recursos naturales y extinguido especies, sus potencias coloniales buscaron conservar los ecosistemas de los territorios que conquistaban, ignorando que estos ya estaban habitados por comunidades que no solo dependían de esos recursos, sino que habían desarrollado culturas y modos de vida profundamente ligados a ellos. Así nació una escuela de conservación que, aunque dio frutos importantes —como el Parque Nacional Yellowstone—, también dejó una estela de exclusión, desplazamiento y violencia.

Poco se habla del costo de este modelo. Nadie menciona que cuando un lobo cruza los límites de un parque puede ser asesinado. Que el famoso Parque Nacional Kruger está cercado con electricidad, aislando a especies que necesitan moverse libremente y obligando a enormes inversiones para sostener una ilusión de equilibrio. Se celebra lo que se conserva dentro, pero se ignora lo que se rompe fuera.

En México, la historia de San Felipe, en el Alto Golfo de California, ilustra este fracaso. Cuando pregunté por qué la vaquita marina —especie endémica y símbolo internacional de conservación— no aparecía en el escudo del nuevo municipio, la respuesta burlona fue devastadora: “No pondríamos al enemigo en nuestro escudo”. Esa frase evidencia la desconexión que se genera cuando se impone una visión sin diálogo y cuando se olvida que los territorios también son hogares, cultura, sustento e identidad.

No se trata de juzgar el pasado, ni de desestimar los logros de quienes defendieron la naturaleza cuando nadie más lo hacía. Pero es hora de mirar críticamente las soluciones: muchas han sido falsas; otras, funcionales al mismo sistema que produce el daño. Las comunidades locales han sido criminalizadas, desplazadas y silenciadas. Y si pretendemos conservar el 30 % del planeta perpetuando esta misma lógica, solo profundizaremos la desconexión y el rechazo.

Por eso, hoy más que nunca, es urgente cambiar de paradigma. No para desechar los avances logrados, sino para complementarlos. La conservación debe dejar de ser una política ajena a las comunidades y convertirse en una propuesta viva, construida desde los territorios. Debe partir del reconocimiento profundo de los saberes, vínculos y formas de vida de quienes los habitan. Como bien señala Janene Yazzie, lideresa indígena del pueblo Diné: *“Un enfoque de desarrollo territorial basado en derechos implica restaurar nuestra comprensión de las responsabilidades sagradas que tenemos con el medio ambiente”*. Esa visión no solo reconoce derechos, sino que restituye deberes y saberes profundos hacia la tierra y quienes la habitan.

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En esa misma línea, la antropóloga Anna Lowenhaupt nos recuerda que *“la sostenibilidad de la naturaleza nunca ocurre por sí sola; debe ser cultivada mediante ese trabajo humano que también hace florecer nuestra humanidad”*. Conservar no es solo preservar lo que queda, sino crear nuevas formas de relación entre las personas y los ecosistemas, donde la interdependencia y el cuidado mutuo estén en el centro.

Conservar ya no puede ser entendido como aislar. Conservar debe ser cuidar, regenerar, habitar con respeto. Y para eso, necesitamos poner en el centro a las comunidades locales, no como beneficiarias pasivas, sino como líderes de una nueva visión. Porque la conservación, si no es con ellas, simplemente no será.

Tú también puedes comprometerte con la conservación de la flora, la fauna y los ecosistemas del noroeste de México. Para más información visita: https://pronatura-noroeste.org/

Valeria Towns ha empleado estrategias científicas, sociales y políticas para la conservación, restauración y gestión sostenible de los ecosistemas terrestres y marinos durante más de 15 años, centrándose en el desarrollo de proyectos que beneficien tanto a las comunidades locales como a los ecosistemas. Fue pionera en uno de los mayores esfuerzos de monitoreo de vida silvestre en la selva tropical Lacandona de México. Posteriormente, para la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas de México, desarrolló estrategias para preservar especies como el cóndor de California, el lobo gris mexicano y el jaguar, garantizando al mismo tiempo el bienestar humano.

Dedicó años a coordinar el programa para retirar las redes ilegales del océano y desarrollar artes de pesca alternativas y proyectos de acuicultura para salvar Vaquita Marina y beneficiar directamente a las comunidades de pescadores locales.Actualmente es directora de conservación de la organización no gubernamental Pronatura Noroeste. Towns, ganadora del premio Gustavo Baz, es profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México y miembro del grupo Mujeres Latinoamericanas en Conservación de la National Geographic Society. Forma parte de la cohorte 2021 de Exploradores Emergentes de National Geographic (ahora conocida como premio Wayfinder).

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