Lo que el monstruo dice de nosotros | Artículo
Hablar de un monstruo supone referirse a algo ajeno, foráneo, que no es de nuestra especie, que se mueve en el terreno de la excepción y no tiene nada que ver con ‘nosotros’, reflexiona la autora.

Por Lucía Toledo
Una de las ideas que más llamaron mi atención en el primer acercamiento a Emile Durkheim -uno de los iniciadores de la disciplina sociológica- es la que sostiene que el crimen es normal y tiene una función social.
Podemos reconocer que es una idea al menos polémica a primera vista, pero resulta más comprensible si observamos a quién lo comete: el criminal o delincuente.
La figura de éste es muy importante en tanto es quién con su acto infractor de las normas y valores establecidos de forma colectiva, robustece la cohesión social. Esto es, al presentar al criminal, hacerlo visible, conocido y castigarlo, se consolida el poder de la norma y se refuerza así el lazo social. Es por ello entonces, que el crimen y el criminal son, para Durkheim, parte regular de la vida colectiva.
Ahora bien, Michel Foucault sostiene que desde el discurso criminológico y la práctica penal, incluyendo también a la narrativa de los medios de comunicación, no se juzga el acto transgresor en sí, aquella acción reprobatoria realizada, sino a quién lo comete. En consecuencia, no se trata de lo que hicieron, sino de lo que son.
El caso de Juana Barraza, apodada mediáticamente “La mataviejitas”, es un ejemplo claro de esta producción de la figura criminal.
En 2003 la policía comenzó la búsqueda de un asesino serial de mujeres adultas mayores en el Distrito Federal. Según los investigadores a cargo, este presunto asesino era poseedor de una inteligencia superior (un ser brillante), perteneciente a la clase media-alta, proveniente de una familia disfuncional donde había sufrido abusos, entre otras características.
Pero fue recién en 2006 que capturaron a la responsable y ya no se trataba de “él” sino de ella. Debían entonces construir a Juana Barraza como esa mujer criminal que asesinaba, nada más y nada menos, que abuelitas.
Pasaron de los hechos (los asesinatos) a ella, a su persona, a lo que era: rara, patológica, anormal. Y cuán más terrible el hecho de que la asesina fuera una mujer. Alta y robusta, luchadora en los rings de lucha libre, con una fuerte apariencia masculina y lésbica, que no se acomodaba a los estándares hegemónicos de belleza. Adoradora de la Santa Muerte, con una infancia de abusos y una vida marcada por la violencia.
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Todo encajaba, solo un monstruo como ese sería capaz de arrebatarle la vida a las abuelitas. Pero ¿qué supone hablar de un monstruo? implica hablar de algo ajeno, foráneo, que no es de nuestra especie, que se mueve en el terreno de la excepción y no tiene nada que ver con “nosotros”.
Dentro del vasto contenido disponible en plataformas sobre crímenes y asesinos seriales, se pueden encontrar varios ejemplos de esta especie de ajenización que se realiza cuando se apela y nombra a estos individuos como “monstruos”.
Pero, ¿cuál es el problema con esto? Volvamos al principio: la función social del crimen. El delincuente lleva a la práctica aquellas acciones transgresoras que están contenidas en el resto de los sujetos sociales. Esto no quiere decir que todos seamos potenciales asesinos seriales, sino que en la mayoría de los humanos, los sentimientos violatorios del orden establecido se niegan y se reprimen, pero cuando un sujeto actúa despegándose de la norma, se reúnen en él el mal y lo ajeno, lo monstruoso y patológico, lo externo; y así se separa y pone distancia entre el anormal y nosotros, los normales.
Esto es así porque como lo explica Daniel Feierstein cuando estudia el genocidio nazi, si se acepta que el genocidio forma parte de las sociedades modernas, entonces deberíamos replantearnos y cuestionarnos lo que somos; pero si por el contrario lo entendemos como algo inhumano, lejano y loco que no nos pertenece, podemos seguir viviendo tranquilos.
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Cabe reflexionar, desde esta misma lógica antes expuesta, qué sucede con diversos hechos que observamos en México como los linchamientos, donde el mal y el horror se le adjudican a la persona que es castigada y violentada de forma pública; con los estereotipos y estigmas sobre esos “otros” a los que se tilda de criminales incluso antes de haber cometido delito alguno, y con nuestra responsabilidad como sujetos integrantes de este orden social compartido: ¿siempre el malo es el otro?

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