Diálogo de saberes: reinventarnos, desde una revolución conceptual | Artículo
Los saberes sociales o populares –los saberes indígenas o campesinos– que no están legitimados o que no son aceptados por la Academia tienen en muchos sentidos mejores y más finos niveles de comprensión y de “apropiación” de lo real

Julio Moguel
I
El tema relativo al denominado “diálogo de saberes” se ha vuelto crucial en el México de nuestros días. Dicho concepto reconoce el hecho de que existen conocimientos “válidos”, no escolarizados, que los pueblos y comunidades indígenas –tanto como las sociedades campesinas– en México y en otros países han ido forjando a lo largo de los siglos en sus formas de vidas, técnicas, creencias y vínculos “relacionales” , y que, en consecuencia, entre quienes se han formado en la escuela o en la Academia y tales conglomerados humanos tiene que haber, más que una relación de “maestro-alumno”, unidireccional, un diálogo simétrico generativo, capaz de integrar con ello un conocimiento nuevo, identificable o certificable en algún momento dado para dar un sentido real a procesos creativos de interculturalidad.
El concepto, decíamos, es relevante no sólo por lo que implica en el plano de la pluriculturalidad –tema sustantivo de nuestro “ser nacional” desde 1992–, sino también por lo que puede aportar en la renovación conceptual de la ardua tarea de reinventarnos en la nueva sociedad Covid-Post-Covid.
Un cuerpo de ideas importante sobre el tema apareció en 2019 bajo la pluma de Maya Lorena Pérez y Arturo Argueta, en el libro Etnociencias, interculturalidad y diálogo de saberes en América Latina. Lo recomendamos ampliamente. Pero no haremos aquí una reseña del libro, ni indicaremos lo que a nuestro parecer resulta ser sus mejores aportaciones.
Nuestro artículo sólo quiere ser dialogante con tal perspectiva de análisis, tratando de problematizar la temática referida desde una perspectiva que, creo, puede ser fructífera en el debate al que nos convoca.
II
La idea de “diálogo de saberes” está revolucionando –o poniendo en jaque– el concepto “escolar” o la lógica del quehacer universitario tradicional. Presupone una revaloración a fondo de “qué es” y “de dónde surge” el conocimiento, de “cómo se aprende”, y de hasta qué punto el conocimiento científico –o parte de él– generado o construido en los ámbitos escolares es “suficiente”, “cierto” y/o “pertinente” con respecto a las actividades de los estudiantes (escolarizados o ya titulados), profesores e investigadores cuando se enfrentan a “la realidad”.
Presupone, a la vez, una revaloración de la o de las lenguas –ubicada en los planos lingüísticos y hermenéuticos–, pero también una revaloración del sentido o de los contenidos efectivos de lo que es o debe ser considerado como “verdad” o “verdadero” en la enseñanza y en las “aplicaciones prácticas” del conocimiento.
Lo digo rápido: los saberes sociales o populares –los saberes indígenas o campesinos– que no están legitimados o que no son aceptados por la Academia tienen en muchos sentidos mejores y más finos niveles de comprensión y de “apropiación” de lo real, y se asumen a sí mismos, aunque no sean conceptualizados de esa forma por los actores implicados, como productos de una “hermenéutica de la facticidad”.
El encadenamiento vinculante entre las prácticas sociales y comunitarias colectivas y su eficacia probada en los procesos de vida y reproductivos locales o regionales obliga a entender la “verdad” como un “des-ocultamiento”, pues las prácticas y los saberes que se aplican in situ emergen al mundo y a la mente de los actores implicados como una hermenéutica “de los hechos” –en su relación entre “lo real” y el “quehacer humano”– y no como un “valor aprendido” a través de algún medio escolarizado o intelectual.
Que estos saberes se inscriban en creencias y en valores mágicos, religiosos o fantásticos no modifica lo esencial del razonamiento, pues en la mayoría de los casos estos últimos son elementos “de complemento” para alcanzar los objetivos del –necesario, indispensable– vínculo “relacional” (los tejidos que hacer posible el Ser y el quehacer colectivo o comunitario), cuando no son, en sí mismos, elementos directos de un saber efectivo que opera directa y prácticamente sobre los procesos de reproducción.
III
Dicho esto, el denominado “diálogo de saberes” encuentra más problemas de los que las miradas o análisis de algunos estudiosos del asunto llegan a considerar. Resumo aquí lo más problemático que, desde mi perspectiva, se debe considerar:
1. El profesor, el investigador o el joven estudiante adquieren “su verdad” básicamente por un aprendizaje verbalizado o libresco o de laboratorio, mientras que la sociedades campesinas o indígenas lo adquieren desde un proceso –fenomenológico– de des-ocultamiento o desde la enseñanza verbalizada o de las práctica familiares-colectivas de sus padres y abuelos.
2. El español –o cualquier otra lengua latina– es básicamente abstracto y en muchos sentidos densamente conceptual, mientras que las lenguas –y los saberes– indígenas o campesinos son en una buena medida iconográficos y vinculantes a algún “motivo” mágico, natural o espiritual.
3. El español es, desde esa perspectiva, una lengua que se ha forjado a lo largo de los siglos en y desde la lógica imperativa de “apropiación”, mientras que las lenguas –y los saberes– indígenas y campesinos son naturalmente lenguas “de escucha y de recepción”. El español es poco “dialogante” mientras que las lenguas indígenas inscriben el diálogo como parte de su propia estructura lingüístico-estructural.
Desde esa óptica pudiera decirse que, en muchos sentidos, las lenguas indígenas tienen mayores capacidades para dar base a un nuevo lenguaje universal en los tiempos aciagos que ahora vivimos, pues el español apenas percibe en sus esencias los vínculos estructurantes entre “lo natural” y “lo social”.
IV
El mencionado diálogo de saberes queda entonces desfondado de sus pretensiones simétricas, pues la interacción o relación entre “conocimientos científicos” o “académicos” y los saberes sociales o indígenas se vuelve de pronto básicamente un buen deseo de quienes lo apadrinan o aplican.
Dándose cuenta de esta específica realidad, los comuneros del municipio de Oxchuc, en el estado de Chiapas, pensaron que a este “diálogo de saberes” había que imponerle una especie de “filtro”.
En los términos de quienes han investigado este tema a profundidad (Abraham Santíz, Manuel Parra), los comuneros de Oxchuc emplean “la estrategia colectiva del chijch’ambil o ‘filtrado’ de las influencias y proyectos externos. El filtro son los cientos o miles de ojos de las personas que integran la asamblea y la sociedad tzeltal que, de acuerdo con sus saberes locales, examinan con mucho cuidado a las personas que son dignas de ocupar algún servicio importante para el pueblo, y a los proyectos de cambio.”

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