Drogas, violencia y crisis de la paz | Artículo de Mario Luis Fuentes
El informe más reciente de la DEA señala que más de 84 mil muertes por sobredosis ocurrieron en el año 2024 en Estados Unidos.

Mario Luis Fuentes
En el contexto actual de México, el consumo y el abuso de drogas no solo representan una problemática de salud pública, sino una amenaza compleja que pone en jaque a la cultura de la paz, la seguridad ciudadana y la estabilidad institucional. El informe más reciente de la Drug Enforcement Administration (DEA), titulado 2025 National Drug Threat Assessment, ofrece una radiografía alarmante: los cárteles mexicanos —principalmente el de Sinaloa y el Jalisco Nueva Generación (CJNG)— han alcanzado niveles de sofisticación, letalidad y expansión global inéditos, constituyéndose en dos de las corporaciones transnacionales más poderosas del crimen.
Lo que está en juego no es solo el control territorial ni el flujo de drogas entre México y Estados Unidos; lo que se disputa es la capacidad del Estado para mantener el monopolio legítimo de la violencia y para garantizar condiciones mínimas de convivencia pacífica. La creciente demanda de sustancias como fentanilo, metanfetaminas, cocaína y heroína no solo alimenta la maquinaria de los cárteles; también multiplica los escenarios de violencia extrema, corrupción institucional, desapariciones forzadas y destrucción del tejido comunitario.
Desde Pierre Bourdieu, puede firmarse que el campo de la droga está determinado por una disputa feroz entre capitales: el económico, que los cárteles acumulan sin restricciones; pero también el simbólico, que pierden las instituciones públicas cuando no logran responder con eficacia. Esta asimetría entre las instituciones legales y las estructuras ilegales permite que los grupos criminales ocupen espacios de representación, de mediación y hasta de protección social, sobre todo en territorios históricamente abandonados por el Estado.
Por su parte, Saskia Sassen ha señalado cómo los procesos de expulsión en el sistema económico global han producido nuevas formas de marginalización y violencia. El despojo, la informalización de los mercados laborales y el debilitamiento de las economías locales propician que comunidades enteras, especialmente en zonas rurales o periferias urbanas, se integren funcionalmente a la economía criminal. No como elección, sino como única alternativa frente a la pobreza estructural y la falta de oportunidades.
El informe de la DEA señala que más de 84 mil muertes por sobredosis ocurrieron en el año 2024 en Estados Unidos, de las cuales una proporción significativa está relacionada con drogas producidas en México. Aunque el dato se presenta como una reducción frente a años anteriores, la amenaza sigue siendo crítica: el fentanilo, con una potencia letal mucho mayor que la heroína, continúa mezclándose con otras sustancias, produciendo efectos devastadores. Y como indica el documento, muchas de estas sustancias llegan a sus consumidores a través de redes sociales y plataformas de mensajería, lo que amplía el alcance de los cárteles incluso entre adolescentes y jóvenes urbanos.
Esta dimensión tecnológica de la violencia y el mercado de drogas es particularmente relevante. Bourdieu advertía sobre la formación de habitus que se consolidan a partir de las prácticas cotidianas. En la era digital, el consumo de drogas se asocia a menudo con modelos aspiracionales promovidos en redes sociales: la ostentación, el exceso, el “éxito” instantáneo y la evasión emocional. Frente a esta narrativa dominante, los discursos tradicionales de prevención, basados en el miedo, la criminalización o el castigo, resultan completamente poco pertinentes.
Desde esta perspectiva, urge una transformación profunda en las políticas públicas. No basta con campañas aisladas de prevención escolar ni con operativos militares que combaten los síntomas sin atacar las causas. Se necesita una estrategia multisectorial, anclada en una política social robusta, que atienda las raíces estructurales del fenómeno: desigualdad, exclusión, falta de proyectos de vida viables y una cultura digital que normaliza la violencia.
Las nuevas políticas de prevención deben tomar en cuenta el ecosistema mediático y los estilos de vida promovidos en las redes, entendiendo que el consumo de drogas no es solo un problema de acceso o disponibilidad, sino una forma de respuesta existencial ante la precariedad emocional, económica y social. La intervención debe enfocarse en construir sentidos comunitarios, espacios de escucha activa, acceso efectivo a la salud mental, y alternativas culturales que revaloricen otras formas de experimentar el placer, la libertad y la identidad.
En términos de seguridad ciudadana, también es indispensable revisar la política punitivista que ha dominado el enfoque institucional. El encarcelamiento masivo por delitos de consumo o posesión de pequeñas cantidades ha demostrado ser ineficaz, costoso y socialmente destructivo. En cambio, deben priorizarse los modelos de justicia restaurativa, la reducción de daños y la reinserción social efectiva.
La cultura de la paz, como horizonte ético y político, debe colocarse en el centro de toda estrategia de seguridad. No puede haber paz en territorios donde las juventudes solo encuentran reconocimiento dentro de estructuras criminales; no puede haber paz donde las mujeres son secuestradas y explotadas en redes de trata controladas por los mismos cárteles que distribuyen fentanilo. La paz debe entenderse como una presencia generalizada y activa de justicia social, dignidad humana y garantías para la vida.
En resumen, el diagnóstico citado, no debe leerse solo como una advertencia geopolítica o como un informe técnico para agencias de seguridad. Habría que leerlos, en nuestro contexto, como la evidencia de lo urgente que es repensar el modelo de desarrollo, los vínculos entre economía criminal y marginalidad estructural, y los imaginarios sociales que están moldeando las subjetividades de millones de personas en México y en el continente.
Como sugiere Sassen, los Estados deben dejar de actuar únicamente desde la lógica de la seguridad y comenzar a reconfigurarse como garantes de derechos. Y como advertía Bourdieu, si no se transforma el habitus que normaliza la violencia y el consumo, cualquier intervención política será insuficiente.
México se encuentra ante una encrucijada tan clara como grave: o construye una política de prevención desde la justicia social y la cultura de la paz, o seguirá siendo rehén del capital criminal que se fortalece, precisamente, donde el Estado se retira.
Investigador del PUED-UNAM

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