‘La pandemia renovó la cultura de la sospecha, la servidumbre y la docilidad’: Marina Garcés |Video
La autora de ‘Escuela de aprendices’ sostiene que la interiorización del miedo a lo desconocido es lo que actualmente nos condiciona.
Por Héctor González
Para la filósofa Marina Garcés (Barcelona, 1973) educar es más que aplicar un programa. Consiste en construir el sustrato de la convivencia y el taller donde ensayan diversas formas de vida posible. Bajo ese entendido publica Escuela de aprendices (Galaxia Gutenberg), volumen que invita a repensar el sentido de la presencialidad y la virtualidad en la enseñanza.
La académica catalana y autora de La filosofía inacabada comenzó a escribir el ensayo en 2019 y sin un plan de trabajo cerrado, pero a partir de la pandemia su proceso se intensificó y descubrió que varias de las preguntas que traía en mente se hicieron visibles. ¿Para qué aprender cuando no podemos imaginar el futuro? ¿Cómo queremos ser educados? ¿Desde dónde reivindicamos que la escuela es un elemento esencial de la vida en común? Son dudas a las que intenta despejar en un volumen que amplía el horizonte del aprendizaje más allá de la digitalización.
Aquí la entrevista escrita
¿En qué medida la pandemia modificó sus ideas sobre la escuela y la educación?
Cuando empiezo a escribir no tengo un plan de trabajo cerrado. Sin embargo, es verdad que la pandemia motivó que algunas de mis reflexiones o preguntas tomaran cuerpo en la sociedad en general. ¿Para qué ir a la escuela cuando están cerradas? ¿Desde dónde reivindicamos que la escuela es un elemento esencial de la vida en común? ¿Quiénes son los aprendices en un momento donde todas las estructuras se interrumpen? ¿Cuáles son los lugares y tiempos para aprender juntos, lo que para mí significa aprender unos de otros, cuando estamos confinados? De un día para otro este tipo de cuestionamientos dejaron de ser personales y se convirtieron en algo colectivo.
Usted plantea precisamente un sistema de aprendizaje en conjunto y colectivo.
El libro tomó forma cuando pude girar el punto de vista sobre la educación. La pregunta clásica al respecto es ¿cómo educar? La respuesta varía según si hablamos como docentes, padres de familia, intelectuales, legisladores o revolucionarios. Ahora, este modelo no me parece interesante. Me parece más importante encontrar una perspectiva compartida incluyendo el elemento no humano porque también aprendemos del entorno, de las cosas y el mundo. Hoy me parece más necesaria una perspectiva que parta del sustrato de la convivencia.
¿Por eso cuestiona a quienes delegan en la educación la solución de problemas como el racismo o la xenofobia?
Es habitual escuchar entre políticos, analistas e incluso yo misma lo he dicho, que la solución a determinados conflictos en términos no de eficacia, pero sí de transformación está en la educación. Creo que este lugar común se ha convertido en una trampa y en el espejo de nuestras derrotas sociales y políticas. Cuando no podemos cambiar o sentimos impotencia por no modificar las condiciones materiales de vida y las violencias sociales transferimos a la educación el espejismo de nuestras salvaciones. Asumimos que la escuela debe ser antirracista, antimachista y darnos las claves para una nueva relación con el medio ambiente. Durante la pandemia en España se dijo que el cierre de la escuela ponía en riesgo la igualdad social. ¿De verdad? Si la igualdad está en peligro es por cosas como la especulación inmobiliaria, la precarización del trabajo o la exclusión del migrante. Todas estas dinámicas no están a cargo de las escuelas. Se pueden debatir y estudiar por medio de la educación, pero hasta ahí.
En México las escuelas están cerradas.
Al final creo que es un problema estructural. La escuela en parte reproduce y en parte atenúa, pero no podemos atribuirle a su existencia los niveles de desigualdad. En dado caso, es una herramienta del propio sistema para el que trabaja y también es el campo de disputa de otros imaginarios y relaciones sociales posibles. La escuela no es la solución mágica a todos los problemas.
¿Qué tan grave es el riesgo de ensanchamiento de la brecha educativa y digital entre países pobres y ricos?
La brecha digital es tremenda en todos lados. Incluso en pueblos de España más allá de computadoras lo que falta es papel y bolígrafos, cuestiones muy básicas. Es verdad que representa un problema, pero no podemos focalizar ahí todas las insuficiencias, hacerlo nos sustraería de un conjunto de riquezas colectivas que tenemos al margen de lo digital. México precisamente ha aprovechado muy bien mecanismos populares como los canales de televisión. Además, hay radiodifusoras, servicios de correos, archivos, hoy incluso están los repartidores del comercio on line. En lugar de tener las bibliotecas públicas cerradas, se podrían prestar los libros vía mensajería. Todos los canales que habíamos diseñado para atender zonas rurales representan un camino andado. ¿Por qué ponemos únicamente el foco en la brecha digital? Obviamente porque es el mercado a valorizar y el espacio a colonizar. No estoy en contra de las nuevas tecnologías, al contrario, el problema es convertirlas en la única clave de acceso posible a la educación y por lo tanto a la convivencia.
Usted ha hablado de una servidumbre voluntaria durante esta época. ¿La pandemia acentuó esta noción? Incluso al principio del confinamiento Agamben, tal vez minimizando los efectos del Covid-19, cuestionó la docilidad con que lo asumimos.
Es verdad, quizá Agamben se precipitó y minimizó los efectos de la pandemia, pero eso le sucedió a mucha gente. Sin embargo, es verdad que la gravedad del asunto nos ha hecho percibir con menos alarma las grandísimas dosis de obediencia arbitraria y deseo de control. Algunos incluso, parecen pedir “contrólame más por favor”. La pandemia renovó la cultura de la sospecha, la servidumbre y la docilidad. La pregunta es cómo evitar ante una situación inédita, ceder con obediencia ciega a un control político, tecnológico o militar. Lo ideal sería vivirlo como una acción colectiva de cuidado voluntario, no porque nos obliguen o nos infantilicen.
Aunque parece que no llevamos bien el autocontrol.
Por desgracia sí. Quizá la clave está en el discurso del miedo. Cualquier forma de desconocimiento se ha transformado en amenaza. En lo personal supongo que como ciudadanos seríamos incapaces de castigar a un gobierno que honestamente compartiera su desconocimiento respecto a un virus nuevo. No es posible que unos responsables sanitarios sepan todo ante una enfermedad nueva. Lo que molesta es la falta de honestidad que responde al miedo del poder por perder el poder. Necesitamos perder el miedo a equivocarnos juntos y a entender el error como parte de un proceso colectivo. Hoy, la interiorización del miedo a lo desconocido y cómo será la vida es lo que nos condiciona.
Al final de Escuela de aprendices reivindica esa posibilidad de asumir el desconocimiento con humildad
Totalmente. La pandemia nos ofrece la posibilidad de reivindicar la posibilidad de aprender juntos a convivir con un virus desconocido por medio de alianzas viables dentro de terrenos inciertos. Una de las consignas del libro es atrevámonos a no saber para descubrir cómo reaccionar ante aquello que nos desborda. Vivimos un momento que podríamos asumir como una escuela de aprendices, pero para ello hay que rebelarse a la gestión del miedo.
Incluso sería un buen punto de encuentro para la filosofía y la ciencia.
Cierto. La búsqueda de la vacuna nos ha permitido asistir en tiempo real a la investigación científica. Normalmente no lo vemos dado que se limita a lo que sucede en universidades y laboratorios. Hoy somos testigos de la aplicación del método de investigación científica. Ya vimos que funciona ensayo-error, y desgraciadamente implica más error que acierto. Nos equivocamos más de lo que creemos y aún así seguimos en la cultura del “resultadismo”. Pareciera que solo hay ciencia cuando hay resultados y no es así: hay ciencia mientras hay investigación. La ciencia y la filosofía dialogan muy bien cuando pierden el miedo al error y no para quedarse ahí, sino para transitar libremente por lo desconocido y sin acusar a quien falla.
De alguna manera es una reivindicación del ‘solo se que no sé nada’ socrático…
Lo reivindico, pero desde un lugar no complaciente. No me interesa el ignorante inocente, sino la ignorancia sabia de la que hablaba también Nicolás de Cusa y que implica el desconocimiento que nos revela. Por eso defiendo el poder de la imaginación, en el entendido de que es la capacidad de relacionarnos con lo que no somos, con lo que no sabemos o no ha pasado aún.
¿Nos falta imaginación como sociedad?
Sí, está muy aprisionada y atemorizada. Una de las grandes víctimas de este miedo planetario e histórico es la capacidad de imaginar. Si imaginamos un poco desde nuestro presente enseguida vemos peligros. Se despierta bajo forma de amenaza más que de invitación. Y para mi la educación es precisamente lo contrario, una incitación a colocarnos en lo que no es seguro para abrir la posibilidad de otras alianzas y reciprocidades.
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