Educación: estancamiento, desconexión y crisis democrática | Por Mario Luis Fuentes
El programa de apoyo para hijas e hijos de madres trabajadoras -uno de los pocos dirigidos directamente a la niñez- reportó beneficios a únicamente 218,979 personas menores de 23 años en situación de vulnerabilidad.
Por Mario Luis Fuentes
Los datos del Primer Informe de Gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum revelan una realidad que no puede ni debe rehuirse: el sistema educativo mexicano se encuentra atrapado en una fase de estancamiento estructural. Los avances son marginales, las brechas permanecen, y la enseñanza continúa operando bajo referentes pedagógicos, institucionales y epistemológicos propios de un mundo que ya no existe o que, al menos, se encuentra en un acelerado proceso de transformación. Un país con un auténtico compromiso con la justicia social y con la consolidación democrática no puede sostener, sin contradicción, un modelo educativo que sigue produciendo exclusión, rezago y aprendizajes frágiles.
De acuerdo con el Informe, la cobertura en educación básica apenas alcanza el 89.3% para la población de 3 a 14 años, lo que implica que uno de cada diez niños queda fuera del sistema escolarizado. En educación media superior, el nivel se mantiene en 80.6% de cobertura, prácticamente idéntico al de los cinco años anteriores. La educación superior, con 45.1% de cobertura, continúa siendo un privilegio, y no una garantía de acceso universal.

Esta inmovilidad estadística tiene implicaciones profundas. Podría decirse que, a lo largo de las últimas décadas, la educación mexicana ha olvidado su propósito más básico: formar seres humanos capaces de pensar con claridad, críticamente y de vivir sin miedo. En lugar de constituirse como espacio de desarrollo intelectual y libertad crítica, se ha convertido en un engranaje burocrático que opera sin convicción y sin una visión clara de futuro. La cobertura estancada es el síntoma de un sistema que ha dejado de expandir sus capacidades para responder a la complejidad del mundo contemporáneo.
A ello se suma el dato inquietante respecto a la eficiencia terminal, que alcanza 97.3% en primaria, pero cae a 81.5% en secundaria y 59.2% en educación media superior. Esto implica un embudo educativo estructural: la trayectoria escolar se debilita conforme los estudiantes crecen, lo que evidencia procesos de abandono, desconexión y fracaso silencioso. Illich habría observado en esto una manifestación más de la escolarización obligatoria que, en vez de emancipar, reproduce dependencias y excluye a quienes no pueden adaptarse a un sistema rígido, homogéneo y poco sensible a las realidades sociales.

La situación empeora cuando se examina la atención a la infancia y la adolescencia desde la política social. El programa de apoyo para hijas e hijos de madres trabajadoras -uno de los pocos dirigidos directamente a la niñez- reportó beneficios a únicamente 218,979 personas menores de 23 años en situación de vulnerabilidad. Aunque significativo, este número resulta minúsculo frente a los millones de niñas, niños y adolescentes que enfrentan barreras de acceso al cuidado, a la educación y a los servicios básicos. La política social ha sido incapaz de acompañar de manera sólida el desarrollo infantil, lo que profundiza desigualdades que luego se manifiestan como rezago escolar, deserción y precariedad en la vida adulta.
Por otra parte, la calidad educativa continúa siendo el gran ausente. La cobertura, aun si fuera universal, poco significaría sin una enseñanza pertinente y capaz de formar pensamiento crítico. Las interrupciones recurrentes derivadas de paros magisteriales -algunas veces justificadas por condiciones laborales indignas, otras veces instrumentalizadas políticamente- han producido un daño acumulado difícil de revertir. Cada mes perdido es tiempo de aprendizaje que no se recupera. La escuela mexicana parece operar bajo la premisa implícita de que el tiempo es infinito y los aprendizajes pueden improvisarse; no reconoce que el desarrollo cognitivo y social de niños y adolescentes depende de procesos continuos y estables.

Los contenidos curriculares tampoco han logrado actualizarse con la velocidad que exige un mundo configurado por la ciencia, la inteligencia artificial, los sistemas automatizados y la cultura digital. Se sigue enseñando como si el conocimiento fuera un conjunto cerrado de verdades a memorizar, no un campo dinámico que demanda curiosidad, flexibilidad y capacidad de cuestionamiento. La pedagogía tradicional, centrada en repetir y obedecer, choca frontalmente con las habilidades necesarias para navegar sociedades hiperconectadas, resolver problemas complejos y participar de manera activa e informada en la vida democrática.
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El Informe confirma además el descenso de matrícula total, que pasa de 34.8 a 34.3 millones de estudiantes entre los ciclos 2023–2024 y 2024–2025. Y en estos temas debe tenerse cuidado, pues un aparente “pequeño porcentaje”, implica cifras enormes. En este caso, se trata de una caída de 500 mil niñas, niños y adolescentes menos entre un ciclo y otro. Esto revela una pérdida de sentido de la escuela como institución que garantiza o al menos posibilidad ampliamente la movilidad social. Cada estudiante que se desvincula es un recordatorio de que la educación ya no cumple las expectativas de sentido o pertenencia comunitaria que debería ofrecer.
La democracia mexicana, definida en el artículo 3º constitucional como un proyecto que depende de la educación para fortalecer valores éticos, críticos y cívicos, se encuentra así en una paradoja profunda. Un sistema educativo que excluye, que no innova y que no forma ciudadanos capaces de comprender el mundo contemporáneo es un sistema que mina su propia posibilidad de sostener una democracia de calidad. Un pueblo sin herramientas conceptuales para interpretar la complejidad es presa fácil de la manipulación, del autoritarismo, del dogmatismo y de las pulsiones políticas más destructivas.

Theodor Adorno hizo ya varias décadas atrás, un llamado urgente a no conformarse. La educación mexicana no puede seguir administrándose como si fuera una maquinaria lenta pero funcional; por el contrario, es un campo atravesado por tensiones morales, históricas y políticas que exigen una crítica radical. Cuando la escuela deja de ser un espacio de iluminación y se convierte en un lugar de mera administración de cuerpos y horarios, la sociedad entera se vuelve más vulnerable al oscurantismo.
El Informe de gobierno nos ofrece datos, pero estos no bastan. Hay que leer en ellos la advertencia: un país que no transforma profundamente su modelo educativo acepta, de manera tácita, que la desigualdad, el rezago y la violencia sigan siendo destinos inevitables. La tarea no es sólo reorganizar el sistema, sino recuperar la promesa originaria de la educación: la de ampliar las posibilidades de existir, pensar y actuar en libertad. Sólo así la democracia puede aspirar a ser algo más que la mera distribución o repartición relativamente ordenada del poder.
Investigador del PUED-UNAM
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