Cassius Marcellus Clay: el ego sin punto de retorno. Roma 1960

A los 18 años, el futuro Muhammad Ali, ganó la medalla de oro de los semipesados de los Juegos Olímpicos; luego se convertiría en el gran sustantivo del boxeo profesional y punto de referencia para entender la cultura del siglo XX. En 1996 fue el encargado de encender el pebetero de Atlanta 96, cuando le fue devuelta la medalla dorada que tiró al río Ohio en un arranque de desproporción emocional

julio 15, 2024 5:13 pm Published by

Mauricio Mejía

Todo en él es enciclopedia.

Todavía se confunden en el relato de su vida los géneros tradicionales de la escritura. El ensayo, la dramaturgia, la novela y el cuento de largo aliento. Hay algo, además, de poético en el rumbo que tomó el ego más descomunal del siglo XX.

Cassius Clay puede buscarse y encontrarse en las categorías más disímiles de la biblioteca: historia de la lucha civil, moda, Vietnam, Olimpismo, religión, sociología, esclavitud, televisión, periodismo, ciencia política, jazz, cine, dibujos animados, Islam, democracia, cultura pop, África, Demócratas, Republicanos y, desde luego, boxeo, en cuyo cuadrilátero cambió el orden prosaico de las cosas. Todo en Clay es una máquina de escribir que está por agregar una línea al inagotable letrero de palabras que dilatará los años antes de llegar al punto final.

Clay nació en Louisville, Kentucky, en 1942, cuando la Segunda Guerra Mundial había interpuesto otros puntos suspensivos al olimpismo. Uno de sus antepasados había sido liberado de la esclavitud por un amo que había participado en la invasión a México en 1847, pero eso no significó que el héroe olímpico creciera en un ambiente de libertad y de igualdad.

Al contrario. La posguerra no había producido cambio racial alguno en Estados Unidos, a pesar de que el jazz, y figuras como Jackie Robinson, el primer negro en formar parte de las franelas de las Grandes Ligas (1947), ya habían sido “apropiadas” por la cultura popular americana del medio siglo.

Cuando Clay creció también lo hizo el futbol americano profesional de la NFL y el basquetbol de la  NBA habían incluido a afroamericanos en los rósters de sus franquicias profesionales.

De hecho, en Melbourne 56, el equipo estadounidense de baloncesto fue comandado por una de las grandes estrellas negras de finales de finales de los 50: Bill Russell, de la Universidad de San Francisco, quien haría famosos a los Boston Celtics de finales de esa década y de comienzos de los sesenta.  

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Russell, como después Clay, sufrió en primera persona la lacerante discriminación que padecían los negros en Luisiana. Una tarde vio como su padre tuvo que esperar en una gasolinera a que fueran atendidos primero “todos” los clientes blancos que se encontraban en la fila de despacho.

Contra lo que pudiera pensarse, el astro del Boston no dejó entrever ningún sentimiento de recelo contra la cultura blanca una vez que se coronó en Australia. Sus compañeros caucásicos valoraron la actitud armónica de Russell, quien tampoco perdió ascendencia moral sobre las nuevas generaciones de atletas negros que, poco a poco, se incorporaban a las nóminas del deporte de paga en el baloncesto y en el beisbol, deportes en los que décadas después serían abrumadora mayoría.

Bill tenía en claro que la lucha directa no era el camino adecuado por el cual los negros demostrarían su potencial físico y rítmico en los campos deportivos. Los futuros campeones como Julius Erving, Wilt Chamberlain, Magic Johnson y Michael Jordan estarían agradecidos con aquella postura de resistencia pacífica de Russell.

Clay, en cuyo interior habitaba un temperamento inusual, pensaba de una manera distinta. Para 1956, ya tenía la edad suficiente para crearse un talante ante la realidad política y social en la vivían los negros en Kentucky. El boxeo sería su autobiografía de puño y letra.  

Alto, despabilado y con una peculiar forma de expresar sus sentimientos, a veces en tono de burla, otras con un sarcasmo hiriente y sicológicamente devastador para sus oponentes, el chico de Louisville ganó ese año el campeonato de los Globos de Oro.

Su récord de amateur llegó a sumar 36 victorias sin derrota; la primera llegó en la clasificación a los Juegos Panamericanos de Chicago 59, a los que no asistió al perder ante el Amos Johnson. Clay tenía una de las grandes cualidades del atleta de alto rendimiento: la obstinación.

No claudicaría en su afán de competir en las Magnas Justas programadas para llevarse a cabo en Roma un año más tarde. Clay tenía el corazón más grande que el resto del cuerpo. Cuando se dio cuenta que la batalla por la clasificación en el peso superpesado estaba llena de obstáculos dos tallas más grandes que su picardía, probó suerte en los semipesados. Allí el sendero se volvió más transitable. Su manager Chuck Bodak, tuvo razón, después de todo, el muchacho se había exigido demasiado; había que bajarle unas cuantas libras a su ego, el ego desbordado que suelen tener los jóvenes a los 18 años. Clay era más que un joven de 18 años; tenía la mentalidad de un adulto y la autoestima de diez o de veinte juntos.

En aquel entonces, los adolescentes negros de las grandes y medianas ciudades encontraban en el boxeo una manera de escalar en la pirámide socioeconómica. Y uno de los peldaños iniciales en aquella escalera pasaba por la clasificación a los Juegos Olímpicos y, desde luego, por la obtención de la medalla de oro en esos certámenes.

El olivo de las Magnas Justas daba oportunidad a aquellos mozalbetes para recibir ofertas de promotores, managers y empresarios siempre ansiosos de encontrar talento para las funciones preliminares en las arenas de mediano nivel de Chicago y Nueva York. Si el joven demostraba poseer algo más que talento pronto podía combatir para ganarse un lugar en las estelares del Madison Square Garden y pelear por el cinturón de los pesados de una organización internacional del boxeo de paga.

En ese camino pensaba Clay cuando hizo el viaje a Roma. La capital del imperio sólo sería el punto de partida de una carrera en la que él sería el mismo César, el que impondría su rostro a las monedas de intercambio de mercancías en las que apostaba todo y en grandes cantidades de dinero.

El emperador negro bajo un reinado de blancos, quienes tarde o temprano terminarían cumpliendo sus órdenes dentro y fuera del ring. A diferencia de Russell, Clay pensaba como blanco y sabía que tenía manera de equilibrar las diferencias raciales; al menos hacerlas menos desproporcionadas. Con el tiempo, blancos y negros terminarían por reconocer que Clay era esa clase de hombres a los que les gustaba llevar a los hechos las palabras por muy vacías o pretenciosas que estas fueran.

 El César Clay, en quien el semanario Sport Illustrated había apostado su pronóstico como campeón de los semipesados, venció por nocaut al belga Yvon Beacus; al soviético Gennadyi Shatkov y al australiano Tony Madigan para llegar al combate final por la categoría en la que se enfrentaría a una mole de nombre impronunciable: el polaco Zbigniew Pietrzykowskiy, a quien respaldaba un trajín de 231 peleas amateurs. Al final de los tres rounds, Clay ganó la pelea por decisión. Era campeón olímpico, como lo había prometido a Chuck Bodak.

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En la conferencia de prensa posterior al triunfo, Clay enseñó que también era una pesadilla en las distancias cortas de las palabras. Aporreó al reportero soviético que le recordó que en su país no era más que un “vil negro”. El futuro supremo de los pesados en el ring profesional, le respondió, entre otras cosas, que en América los hombres podían comer lo que deseaban y manejar los coches más caros y más bellos si querían.

Pronto el campeón tuvo que comerse la hilaridad. Cuando intentó entrar en un restaurante de hamburguesas “solo para blancos” le impidieron el paso. Clay protestó. Gritó a los administradores del local que el Cassius Marcellus Clay el campeón olímpico de Roma. La medalla que llevaba puesta, pues había sido motivo de homenaje por el alcalde local, lo demostraba: era el campeón olímpico y el futuro dueño del cinturón profesional. No le sirvió de nada el alegato. Enfurencido, Clay tiró el trofeo al río Ohio. La ira le hizo maldecir. El reportero ruso -recordó lleno de rabia- tenía razón: en Estados Unidos no era más que un negro.

 

Luego, ya en el campo profesional, Clay se convirtió en sí mismo en el gran personaje de la narrativa americana de la segunda mitad del siglo: cambió su nombre por el de Muhhamad Ali, se afilió al Islam, renunció a Vietnam, fue desconocido como campeón mundial, fue humillado, se hizo amigo cercano de Malcom X y de Martin Lther King, venció a Joe Frazier, a George Foreman en la pelea del siglo, perdió la batalla final ante Leon Spinks y, sí: hizo que el mundo del boxeo de paga se sujetara a sus innumerables y desproporcionados caprichos; que le habían valido más de una película y varias decenas de documentales. El César.

Además, combatió la desigualdad, se burló de los grandes promotores y fijó el límite de rounds de sus peleas por el título para que la publicidad pudiera cumplir con sus tiempos de venta. Después de su extraordinaria carrera como campeón de los pesados padeció parkinson y promovió inversiones para encontrar la cura al devastador mal, que lo trajo a México para recibir un tratamiento que fue tan infructuoso como muchos otros.

En 1996, Clay-Ali fue el encargado de encender el fuego del pebetero olímpico de Atlanta a los 54 años. En ese día el Movimiento Olímpico devolvió la gallardía a aquel campeón que fue el ego sin punto de retorno. Murió en 2016, pero sus signos vitales serán puños hasta el final de los tiempos.

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