La guerra como horizonte: globalización armada y capital tecnológico | Artículo de Mario Luis Fuentes
China, Irán y Rusia son presentados como un bloque hostil; se convoca a las sociedades a pensar en un estado de guerra posible, señala Mario Luis Fuentes.
Por Mario Luis Fuentes
El siglo XXI parecía haber inaugurado, al menos en el imaginario dominante, una etapa de globalización posbélica: un mundo interconectado por cadenas de valor, flujos financieros y arquitecturas digitales que harían del conflicto armado un residuo del pasado. Sin embargo, las declaraciones recientes del Secretario General de la OTAN -formuladas en un lenguaje inequívocamente militar, orientado a la preparación para una “guerra total” y a la identificación explícita de enemigos- confirman que ese imaginario ha colapsado. Parece que nos encontramos ante una reconfiguración estructural del orden mundial.
Europa es invocada como “siguiente objetivo” de Rusia; y en conjunto, China, Irán y Moscú son presentados como un bloque hostil; se convoca a las sociedades a pensar en un estado de guerra posible. Esta retórica no se ciñe a lo preventivo: produce realidad. Nombrar la guerra es comenzar a organizar la economía, la política y la subjetividad en función de ella. En términos filosóficos, se trata de un desplazamiento del horizonte normativo: la excepción se normaliza, la seguridad sustituye al derecho, y la militarización se convierte en principio organizador de la vida social.
Este giro europeo ocurre en paralelo a otro movimiento estratégico de gran calado: la actualización de la doctrina Monroe por parte de Estados Unidos, ahora bajo la forma de una presencia permanente, masiva y tecnológicamente sofisticada en América Latina. No se trata del viejo intervencionismo episódico, sino de una arquitectura de control territorial, logístico y digital que redefine la región como retaguardia estratégica en un mundo multipolar inestable. En este marco, la relativa retirada de la OTAN de ciertos escenarios no implica desmilitarización, sino redistribución del poder bélico: Europa se rearma, América Latina se securitiza, y el Indo-Pacífico se consolida como eje de tensión sistémica.
A este cuadro se suman conflictos regionales de alto riesgo -como los emergentes en el sudeste asiático entre Tailandia y Camboya, la persistencia de guerras crónicas en África y la política abiertamente beligerante de Turquía, cuya nueva incursión en Siria confirma que los conflictos “locales” ya no pueden pensarse al margen de las disputas globales. La geopolítica contemporánea opera como un sistema de vasos comunicantes: una crisis regional es, en potencia, una desestabilización sistémica.
Sin embargo, reducir esta situación a una lógica estrictamente militar sería un error. Subyace a estos procesos una transformación radical de las dinámicas del capital. La globalización actual ya no se organiza primordialmente en torno a la producción industrial clásica, sino alrededor del saber, los datos, la inteligencia artificial, las plataformas digitales y las empresas tecnológicas. Estas corporaciones no solo concentran riqueza en niveles históricos; también inciden de manera directa en las políticas económicas, en los marcos regulatorios y, crucialmente, en las posiciones geoestratégicas de los Estados.
Nos encontramos ante una convergencia inédita entre capital cognitivo y poder militar. La guerra del siglo XXI no se libra únicamente con tanques y misiles, sino con algoritmos, satélites, sistemas de vigilancia masiva, control de infraestructuras críticas y monopolios tecnológicos. La frontera entre lo civil y lo militar se difumina: las plataformas que organizan la vida cotidiana son las mismas que pueden ser integradas a dispositivos de guerra híbrida. En este sentido, la economía digital no es un ámbito neutral; es un campo estratégico.
Desde una perspectiva filosófica de la globalización, lo que emerge es una mutación del propio concepto de orden mundial. Ya no estamos ante un sistema regido por reglas compartidas, sino ante una constelación de potencias que gestionan el conflicto como estado permanente. La guerra deja de ser el fracaso de la política -como la pensaba la tradición clásica- para convertirse, parafraseando a Clausewitz, en su continuación estructural por otros medios, ahora normalizados y distribuidos en múltiples escalas.
Este escenario tiene consecuencias profundas para las sociedades. La apelación constante al riesgo, al enemigo y a la amenaza produce subjetividades disciplinadas por el miedo y la urgencia. Se legitiman recortes a derechos, se prioriza el gasto militar sobre el social y se naturaliza la desigualdad como costo inevitable de la seguridad. En paralelo, las élites tecnológicas y financieras consolidan su posición como actores cuasi soberanos, capaces de influir en la economía, en la política y tanto en la guerra como en la paz.
Pensar el futuro próximo exige, por tanto, abandonar la ilusión de un progreso lineal y pacífico. La historia ha regresado, pero no como repetición simple, sino como complejización extrema. La globalización armada que hoy se configura combina militarización, capitalismo cognitivo, conflictos regionales y crisis de legitimidad democrática. No es un destino inexorable, pero sí un campo de fuerzas que condiciona las posibilidades de acción.
La tarea no es resignarse al catastrofismo, sino comprender que la realidad actual exige nuevas categorías de pensamiento. La paz ya no puede entenderse como un proceso o un estado de cosas que se genera por sí mismo, ni la globalización como integración armónica. Se trata de interrogar quién define los riesgos, quién se beneficia de la inseguridad y qué formas de organización social pueden resistir la conversión del mundo en un teatro permanente de operaciones. En última instancia, el desafío del siglo XXI consiste en recuperar la capacidad de imaginar futuros no colonizados por la guerra. Comprender la lógica que hoy articula poder militar, capital tecnológico y geopolítica es una condición para reabrir el horizonte de lo posible. Solo desde esa comprensión crítica será viable disputar el sentido del mundo que viene.
Investigador del PUED-UNAM
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