“Los códigos de representación que la ficción y el cine realista han sostenido están en crisis”: Alejandro Gerber Bicecci
El realizador mexicano estrena su nueva película ‘Arillo de hombre muerto’, protagonizada por Adriana Paz.

Por Héctor González
‘Dalia’ (Adriana Paz) es conductora del metro capitalino. Su rutina consiste en mover a millones de personas para colaborar con los gastos de casa. Un mal día, su vida da un giro abrupto: su marido desaparece. A partir de entonces, se convierte en una buscadora que hará todo por encontrar a su pareja.
En principio, Arillo de hombre muerto, nueva película del realizador mexicano Alejandro Gerber Bicecci, parece abordar únicamente el tema de la violencia y la desaparición forzada, no obstante, conforme se desarrolla la historia comprendemos que estamos ante una historia más compleja. Dalia es una mujer con muchos matices y a la que es imposible calificar solo como una víctima.
¿Cómo nace Arillo de hombre muerto?
De dos ideas que se nutren una de la otra. La primera tenía que ver con la curiosidad alrededor de un personaje muy específico: la conductora de un metro de la Ciudad de México. Quería indagar en la rutina de una mujer que se dedica a transportar millones de personas todos los días y que pasa horas en las entrañas de la ciudad, en este lugar en donde prácticamente todas las clases sociales se mezclan y donde millones de destinos se cruzan. ¿Quién conduce y cómo es su vida? La segunda es una preocupación que siempre ha estado presente en mis películas y es sobre la violencia que vivimos en el país y cómo afecta en lo social, en particular me interesa la historia de los desaparecidos, así como la profunda incertidumbre que esto genera.
La película inicia con una secuencia en un túnel del metro, creo que es simbólico de lo que vamos a ver: una historia subterránea y en muchos sentidos oscura.
Cierto, quería hablar de las entrañas de la sociedad, pero no solo de las subterráneas sino también de las morales. Hay un halo de poca información y poco sentido que no nos permite saber exactamente hacia dónde vamos. Intenté construir una metáfora social que nos dejara ver que estamos en un túnel sin saber a dónde nos dirigimos, esa es una de las propuestas estéticas más claras de la película. Esto se liga con que la decisión de filmar en blanco y negro, que considero contribuye a que el espectador se meta de lleno a la ficción y se deje llevar por las emociones que guían la historia. Me interesa que el espectador sea consciente de que está viendo una película y se deje guiar sin tener esta actitud verificadora, como de fact-checking, que ocurre con el cine más realista.
¿Crees que en el cine realista y relacionado con este tipo de problemas hay un abuso de lo que llamas una actitud verificadora?
Creo que muchos de los códigos de representación que la ficción y particularmente el cine realista han sostenido durante décadas están en crisis. Me parece que algo está cambiando y se empieza a gestar algo que no sabemos exactamente cómo será. Creo que se está creando una nueva convención sobre cómo deben ser y cómo contar las historias.
En este sentido, construyes personajes muy humanos y con muchos matices o conflictos que no necesariamente tienen que ver con la desaparición.
Me interesa la complejidad de los seres humanos y tratar de entender o por lo menos de hacerme preguntas al respecto de nuestras contradicciones y divergencias, creo que esa es la parte fundamental de la condición humana. Ante un tema como el que aborda la película, se corre el riesgo de simplificar a los personajes y dejarlos únicamente como producto de aquello que les está ocurriendo, suprimiendo las otras aristas de su personalidad. Me parecía importante que Dalia no solo fuera víctima de la desaparición de su marido, sino que también fuera una mujer con una vida cotidiana, con una serie de obligaciones diarias, con una familia que tiene que mantener cohesionada, con una economía que puede ser precarizada con mucha facilidad y con deseo. Creo que la película plantea el derecho al placer en las víctimas, si pueden tener experiencias de gozo y alegría, o si socialmente las condenamos a ser siempre víctimas de aquello que les ocurrió y que no fue su responsabilidad.
Claro, porque como sociedad pareciera que no les damos la posibilidad de cambiar su condición.
Sí, las encasillamos en el martirio. Eso lo vemos todo el tiempo en el cine de ficción y me parece contraproducente. Si conviertes a la víctima en una estatua, que, por supuesto puede ser admirada por lo ejemplar de la forma en la que ha llevado esa historia, la deshumanizas y le quitas la posibilidad de seguir con su vida independientemente de lo irreparable del daño que ha recibido.
Otro punto que toca la película es la indiferencia ante la tragedia del otro, tanto de las autoridades como de la misma sociedad. ¿Cómo llegamos a este punto?
Ya son muchos años de esta situación. Llevamos dos décadas de violencia sostenida. Tengo alumnos de 20 años solo tienen el referente de un país terriblemente violento. Creo que la cantidad de tiempo que llevamos viviendo de esta manera ha modificado nuestra forma de relacionarnos y nuestros patrones de lo que es o no, peligroso. La indolencia ante el dolor ajeno es un efecto secundario de todo esto. A pesar de que vivimos en una época de muchísima información, me parece que en el fondo que no sabemos nada de lo que realmente está ocurriendo en el país alrededor de estos temas. Un país que vive una situación de violencia oscura y subterránea como el nuestro es un país que no entiende exactamente cómo se dan las cosas.
¿Cuál es el costo de esta indolencia?
El costo es que se perpetúa el dolor. Se rompen los vínculos sociales, se revictimizan las víctimas y se les usa por instancias que pueden obtener algún otro tipo de rédito adicional. Además, se profundizan las brechas sociales que nuestro país tiene desde su origen colonialista.
¿Cambiaron tus percepciones sobre el tema tras filmar la película?
Para mí fue muy importante todo el trabajo en colaboración con Adriana Paz, en términos de generar un diálogo constante y horizontal alrededor de la construcción del personaje de Dalia. Pero en general, creo que conseguimos hacer de la película una creación colectiva. Quienes participaron en la filmación y quienes se sumaron durante la postproducción pudieron tener su impronta autoral. Fue un rodaje amoroso en muchos sentidos y eso fue muy liberador y estimulante.
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