Los Acuerdos de San Andrés: estampas para el recuerdo | Artículo

El 16 de febrero de 1996 se firmaron los llamados Acuerdos de San Andrés, entre una representación del gobierno federal y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Desde entonces, han pasado 26 años.

febrero 14, 2022 7:37 am Published by

Por Julio Moguel

I

Es universalmente conocido el hecho de que el 16 de febrero de 1996 se firmaron los llamados Acuerdos de San Andrés. El nombre viene del pueblo tzotzil de Chiapas en el que se firmaron, San Andrés Larráinzar, entre una representación del gobierno federal y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, éste último como representante de un movimiento indígena nacional que acompañó y participó en todo momento en el referido proceso de negociación.

Estamos hablando ya de una distancia larga: 26 años desde que se logró algo que para el común de los mortales se pensaba imposible: el que se sentaran “de tú a tú” los representantes indígenas en una mesa de negociación formal con el gobierno federal, proceso en el que también se involucró una representación del poder legislativo nacional.

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No abordaré en este texto los contenidos y resultados de la negociación, pues éstos ya han sido revisados una y otra vez por plumas académicas, populares o periodísticas del más alto nivel. Me referiré sólo a algunos momentos o imágenes significativas del mencionado proceso de negociación, que se fue desarrollando durante largos meses, desde 1995, antes de que se llegara a la mencionada firma.

II

La risa desbocada de “El Ronco” (el padre Ricardo, de la tarahumara), uno de la treintena de asesores del EZLN en el proceso de negociación, era capaz de cimbrar el espacio en el que se reunía el mencionado núcleo para trabajar algunas de las líneas de alguno de los puntos a debatir, y llegar incluso a los oídos de aquellos que, desde el grupo “de la gobernación”, deliberaban en una sala relativamente cercana del edificio en el que se llevaba a cabo el proceso negociador.

El “Ronco” –fallecido años después– era algo así como el alma de aquél contingente de fieles acompañantes, como asesores del EZLN, en los procesos de negociación.

No faltaba en esos casos la vigorosa voz de Gilberto López y Rivas, ni las confluyentes y enredadas líneas de propuesta para “avanzar en el punto” por parte de actores tan distinguidos como Gustavo Esteva, Luis Villoro, Antonio García de León, Bárbara Zamora, o algunos de los compañeros que, desde el mundo propiamente indígena, participaban junto con Adelfo Regino en los debates.

El mencionado bloque de asesores no se mandaba solo. Todas las mañanas, muy temprano, antes de pasar a trabajar en las mesas para debatir con “la gobernación”, se hacía una reunión con la dirigencia zapatista comandada en este caso casi siempre por Tacho, pero sobre todo por el sabio comandante David. Lo increíble de asunto es que las reuniones se hacían en un cuartito en el que prácticamente no cabía ni un alfiler, pero allí, apretujados, se establecía la agenda, el formato, y la o las líneas que en “ese día” tocaba debatir.

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Muy distinguidas presencias aparecían en voces como las de los compañeros que ya hemos mencionado, pero no faltaban, entre otras, las generalmente buenas opiniones de Luis Hernández Navarro, de Héctor Díaz Polanco, de Consuelo Sánchez, de Joel Aquino, de Don Pablo González Casanova, de Marcos Matías, de Araceli Burquerte, de Abelardo Torres, de Herman Bellinghausen o de Ramón Vera.

Enrique Flota era el abogado que en las reuniones mencionadas hacía la tarea de “intermediación” (entre los asesores del EZLN y la Comandancia General), haciendo su tarea con una maestría sin igual, tanto por su peculiar forma de trato como por su profundo conocimiento del tema o de los temas a tratar.

III

El subcomandante Marcos no se encontraba físicamente en el lugar, pero había un compañero al que conocíamos como “Chava” que se desplazaba entre las sombras de las noches a “algún lugar” de la selva –entiendo que Marcos se encontraba entonces alojado y en buen resguardo en alguna comunidad de la parte tzeltal de la región– para recoger alguna línea, propuesta o sugerencia del mencionado personaje para enriquecer la negociación. Chava regresaba en la madrugada para entrevistarse con la Comandancia General antes de la ya referida reunión de ésta con los asesores, de tal forma que se cubría un círculo de consultas que se extendía diariamente, a la manera de “red”, con distintos actores o personajes, entre ellos no pocos líderes indígenas de diferentes partes de la región o del país que se habían instalado en las cercanías del pueblo de San Andrés.

Entre otros, un punto se volvió en un momento dado el centro de un debate que se extendió por días, y que ya se venía perfilando desde las mesas de trabajo que dieron base a la formación del Consejo Nacional Indígena: si se trataba de defender y conquistar un estatus de reconocimiento constitucional para los indígenas de México, ¿cuál era o sería la “figura” a identificar y defender? Es decir: ¿Quién era o podía identificarse como “el sujeto de derecho”?: ¿“El Pueblo”, “la Nación [indígena], “las regiones indígenas pluriétnicas” o simple y llanamente “la comunidad”?

El debate “interno” adquirió una fuerza mayúscula, pues, como podrá entenderse en lo que aquí se expone, no faltaron actores indígenas y académicos que creían posible una definición “de máximos alcances”, tales como el referido a “la Nación (indígena)” o a la noción de “Pueblo”. Pero, más allá de las consideraciones “tácticas” relativas al proceso mismo de la negociación, lo cierto es que, para el caso de México, no podían identificarse en los hechos y sobre el terreno tales “sujetos de derecho”, siendo, para cualquier efecto práctico, unidades genéricas y abstractas, no claramente territorializadas en bloque o espacios desde los que pudiera identificarse –y construirse, en su caso– al mencionado “sujeto de derecho”.

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El lector entenderá, en esa tesitura, que lo que se llevó finalmente a la mesa de negociación con “la gobernación” fue la propuesta de que el “sujeto de derecho” a incorporar en la Constitución fuera el de “la comunidad”. Después de todo, “la comunidad” daba una base sólida para cualquier proceso de edificación, desde la base, de la construcción de un proceso de real autonomía y determinación para los pueblos indígenas.

IV

No puedo dejar de mencionar en este texto la importancia de algunos “asesores” que se encontraban del lado de “la gobernación” en las mesas de negociación, pero que jugaron en todo momento en favor de los derechos indígenas que allí se conquistaron. Magdalena Gómez (quien se presentaba institucionalmente como representante del INI), por supuesto, o Carlos San Juan Victoria (quien se presentaba institucionalmente como representante del INAH). Pero en el núcleo más cercano a quienes dirigían la representación gubernamental, en el cumplimiento de muy diversas funciones, creo que merece un especial reconocimiento Miguel Ángel Romero, quien hizo un papel de “gozne” y de activo impulsor de la mayor parte de las propuestas que forjaron el texto firmado de San Andrés.

*

N.B. Entenderá el lector que no había forma de hacer un reconocimiento a otros importantísimos actores que jugaron un papel decisivo en el proceso. Sirva pues este texto sólo como lo que su título indica, a saber, como una “estampa para el recuerdo”.

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