¿Censura patriótica? | Artículo
La interrupción del discurso del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, por parte de algunos canales de televisión de ese país el pasado jueves, ha provocado un intenso debate sobre su papel en los procesos electorales.

Por Manuel de Santiago Freda
El concepto clásico de censura está vinculado a la decisión del gobierno de impedir la circulación de una publicación antes de que aparezca, lo que se conoce como censura previa. En numerosas constituciones existe la prohibición expresa de este tipo de censura que, en todo caso, solo podría darse por orden judicial. La primera enmienda de los Estados Unidos, por ejemplo, protege al discurso de la censura gubernamental.
A partir de este hecho, se podría concluir que la decisión de algunas televisoras estadounidenses de interrumpir la transmisión de la conferencia del presidente Dondald Trump el pasado jueves, no fue un acto de censura en sentido estricto. Una manera simple de zanjar la discusión, ya que según la doctrina, la censura previa solo puede ser gubernamental.
Esta sería la salida más sencilla y, por lo tanto, menos problemática. La interrupción fue una decisión editorial y asunto concluido. No obstante, en numerosas ocasiones -y ésta es una de ellas- la realidad es más compleja. Cualquier análisis al respecto debe tomar en cuenta esa complejidad y no caer en la tentación de simplificar.
Lo cierto es que la censura es también un concepto histórico. No se puede obviar la existencia de censura corporativa, religiosa, mediática, periodística y, dentro de ésta, la autocensura. Tampoco que las grandes televisoras forman parte de un entramado empresarial que en sí mismo constituye un poder y que frecuentemente ejerce presiones sobre el poder político. El silenciamiento suele ser una forma de presión.
En México sobran ejemplos de la censura mediática al poder político. Recordemos la escasa cobertura que tuvo el gobierno capitalino en la época en que lo encabezó Cuauthémoc Cárdenas (1997); el ‘borrado’ del exsecretario de gobernación, Santiago Creel, que practicaron las televisoras en 2008, o el cerco informativo que sufrió el actual presidente Andrés Manuel López Obrador, que llevó a su movimiento a contratar un espacio en televisión para poder difundir sus mensajes.
En España aún se recuerda la campaña de actores políticos y mediáticos contra el ya fallecido expresidente Adolfo Suárez, que terminó con su renuncia en 1981, o las presiones a las que fue sometido en fechas recientes el actual mandatario Pedro Sánchez, para que no conformara un gobierno de coalición con Podemos.
Para Ignacio Ramonet, Pascual Serrano y Denis de Moraes “la hipertrofia del modelo mediático ha convertido a los medios en interceptadores de la información más que en transmisores. Como resultado, han terminado atropellando y desplazando a los otros tres poderes”.
En su libro Medios, poder y contrapoder: De la concentración monopólica a la democratización de la información (2013), señalan que “un presidente o un ministro (que representa a millones de personas) da una rueda de prensa y serán los medios (que no representan a nadie) los que decidan si difunden su mensaje y cómo lo hacen”.
Estas dinámicas de confrontación con el poder en la que entran algunos medios de comunicación, han redundado en la falta de independencia editorial de los periodistas que trabajan en ellos. Ramonet, Serrano y Moraes argumentan que “lo que resulta indiscutible es que los profesionales de las televisiones privadas nunca podrán denunciar y mostrar en pantalla los intentos de presión por parte de sus propietarios”. ¿Es serio pensar que una acción coordinada, como la que realizaron algunos periodistas de televisión estadounidenses, no contó con el aval de sus respectivas empresas?
¿Era el único recurso posible contra las mentiras y el discurso de odio de Trump? Otras cadenas, como CNN, prefirieron transmitir el mensaje completo, imprimir un cintillo en la parte inferior de la pantalla y posteriormente cuestionar las informaciones dadas por el mandatario, a través del análisis de sus comentaristas. Por lo tanto, otra salida era posible.
Quienes avalan esta clase de conducta la consideran novedosa, heroica y hasta patriótica. Y han pedido replicarla en sus respectivos países. En el caso de México, con la conferencia matutina del presidente López Obrador, que los medios privados no están obligados a transmitir.
La animadversión por Trump parece justificar la censura selectiva o la abdicación del deber periodístico de ofrecer a las audiencias los elementos para decidir. Como señala Sergio del Molino en El País: “Los editores no son quiénes para decidir qué palabras de un presidente son dignas de difusión y cuáles no. A ellos les corresponde comentarlas, atacarlas, criticarlas e incluso satirizarlas, pero no acallarlas” (07/11/20).
El perjuicio no ha sido solamente para el candidato republicano, sino fundamentalmente para los ciudadanos. Las televisoras asumieron el papel de jueces o de censores, para negar a la población el derecho a conocer unas declaraciones.
Las grandes redes sociales como Facebook y Twitter, tomaron la decisión de incorporar un mensaje de advertencia a las audiencias sobre información falsa difundida en sus plataformas. A varios mensajes de Trump se les colocó el aviso. No obstante, las audiencias pudieron tener acceso a ellos. La gran diferencia con las televisoras ha sido el silenciamiento.
El tema de la responsabilidad de los medios por la difusión de los discursos de odio en tiempos electorales ha sido ampliamente abordado por los especialistas. La idea que ha prevalecido es que el medio no tiene responsabilidad legal por difundir las palabras de un candidato si éstas son discriminatorias o incitan al odio. No obstante, tiene una responsabilidad ética de contrastar estas declaraciones y ofrecer un panorama amplio a su audiencia.
Un precedente al respecto es del reporte de 1999 del Relator Especial de las Naciones Unidas sobre las Libertades de Opinión y Expresión, Abid Hussein. “La publicidad de información provista por terceros no debería verse restringida por la amenaza de responsabilizar al informador simplemente por reproducir lo manifestado por otro. Indudablemente esto implicaría una restricción innecesaria que limita considerablemente el derecho de todas las personas a estar informado”, precisa.
Esta posición está inspirada en la llamada ‘doctrina del reportaje neutral’, cuyo origen es la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos, a raíz de la célebre sentencia del 9 de marzo de 1964, en el caso New York Times vs. Sullivan. La sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de septiembre de 1994 en el caso Jersild contra Dinamarca también reconoce a los medios el derecho de difundir las declaraciones de un tercero y las exime de responsabilidad por su contenido, siempre que no las asuman como propias.
La exigencia de verdad a los periodistas está orientada a consignar la existencia de unas declaraciones y controvertirlas en sus aspectos falaces, en otras palabras, a transmitir lo que se ha dicho y cuestionarlo con investigación.
Exigir al periodista la comprobación de unas declaraciones en tiempo real “puede implicar la censura casi automática de toda aquella información que es imposible de someter a prueba, lo que anularía, por ejemplo, prácticamente todo el debate político sustentado principalmente en ideas y opiniones de carácter netamente subjetivo”, dice el informe de la ONU anteriormente citado.
El relator Hussein fue más allá: “Inclusive en aquellos casos en que la información se refiera a hechos concretos de probable comprobación fáctica, también es imposible exigir la veracidad de la misma, ya que es indudable que sobre un mismo hecho concreto puede existir un gran número de interpretaciones marcadamente distintas”.
El Tribunal Constitucional de España, en su sentencia 41/1994 sobre el caso La Voz de Asturias, dilucidó la cuestión con una claridad meridiana: “La exigencia del control del fundamento de la información proporcionada por sujetos externos, provocaría una alteración de la función meramente informativa asumida por el medio, simplemente narrador de las declaraciones acusatorias, para asumir una labor censora o arbitral que no le es propia, máxime cuando el contenido de la noticia no suponga una imputación de conductas desproporcionadamente graves en relación con la finalidad por ella perseguida”.
En este caso, la censura de algunas televisoras de las declaraciones de Trump no impidió totalmente que se conocieran, pues otros medios las emitieron completas. Y su difusión íntegra tampoco provocó los temidos efectos que los periodistas argumentaron para justificar su silenciamiento.
Los periodistas que se asumieron como jueces o árbitros, se equivocaron. Al momento de escribir estas líneas -dos días después del hecho- el mandatario estadounidense ha manifestado su intención de llevar la elección a los tribunales. Si en futuras declaraciones tomase una determinación distinta, éstas deberían ser nuevamente valoradas. El periodismo es dinámico, no estático.
Es innegable que los medios tienen un deber de no contribuir con la propagación del discurso del odio y la incitación a la violencia. No está en duda esa obligación ética. No obstante, en los procesos electorales deben tener especial cuidado de no lesionar la equidad de la contienda y, en consecuencia, afectar el curso del proceso.
La censura coordinada del discurso de Donald Trump ha sembrado una duda sobre el papel de los medios en la elección, y ha dado argumentos a los simpatizantes del presidente para avivar el fuego que supuestamente se pretendía sofocar.
A varios analistas les parece que el hecho no reviste demasiada gravedad, porque ocurrió con un personaje sumamente cuestionable, lo que ha desembocado en la invención de conceptos como la “censura patriótica” o “censura democrática”. Esta aplicación selectiva de criterios supone un riesgo que salta a la vista.
En un proceso electoral, el derecho de acceso a los medios por parte de los personajes de relevancia pública es fundamental y constituye una garantía del pluralismo en toda sociedad democrática. Por otra parte, solo a través de la materialización del derecho a la información de las audiencias se puede constituir una opinión pública libre, con elementos para la formación de juicios y la toma de decisiones.
La vocación de permanencia de los medios, frente a la de los representantes políticos -cuya rotación es una condición sine qua non de las democracias- los obliga a una revisión permanente y exhaustiva de los segundos, basada en la investigación periodística seria y no en el ejercicio de un supuesto arbitraje para el que no tienen atribuciones legales o legítimas.

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