FIFA, geopolítica y diplomacia deportiva | Texto por Mario Luis Fuentes
El fútbol se convierte, así, en una plataforma desde la cual se producen no solo espectáculos deportivos, sino negociaciones estratégicas sobre comercio, seguridad, inversiones e incluso redefinición de regiones económicas, como ocurre en Norteamérica cada vez que un torneo de alta visibilidad propicia el encuentro relativamente informal de mandatarios.
Por Mario Luis Fuentes.
La FIFA, en apariencia una asociación deportiva estrictamente privada, se ha convertido en una de las instituciones más influyentes de la globalización contemporánea. Su capacidad para convocar no solo a federaciones deportivas, sino a jefes y jefas de Estado, corporaciones transnacionales y conglomerados mediáticos, revela un poder paraestatal que opera en un espacio ambiguo entre la política, el mercado y la cultura.
Este fenómeno indica que la esfera pública transnacional ya no está constituida únicamente por los foros interestatales o las organizaciones multilaterales tradicionales; también incluye a estructuras híbridas que, como la FIFA, gestionan eventos planetarios donde los Estados participan en condiciones de relativa subordinación frente a dinámicas de capital altamente concentrado. El fútbol se convierte, así, en una plataforma desde la cual se producen no solo espectáculos deportivos, sino negociaciones estratégicas sobre comercio, seguridad, inversiones e incluso redefinición de regiones económicas, como ocurre en Norteamérica cada vez que un torneo de alta visibilidad propicia el encuentro relativamente informal de mandatarios.
Lo que para una lectura superficial podría parecer un simple desplazamiento coyuntural hacia la diplomacia, se muestra, bajo una mirada más profunda, como una operación de colonización sistémica del mundo de la vida, en los términos de Habermas. El deporte, que tradicionalmente expresa dimensiones simbólicas, comunitarias y rituales de la existencia humana, es absorbido por las lógicas del mercado global, que transforman su naturaleza en un bien transable sujeto a disputas geopolíticas. La FIFA se convierte, entonces, en un actor con atributos de soberanía difusa: fija reglas, moviliza capitales, administra sanciones, distribuye prestigio y modela imaginarios colectivos a escala planetaria. No es extraño que, bajo este marco, una Copa del Mundo pueda funcionar simultáneamente como ceremonia deportiva y como escenario para el reacomodo estratégico entre la gran potencia global y dos de sus principales socios comerciales: México y Canadá.
Este despliegue de poder corporativo no puede comprenderse sin atender al hecho de que el fútbol es, quizá, el negocio cultural más lucrativo del mundo. Sus ingresos combinan derechos de transmisión, patrocinios, apuestas, turismo, mercadotecnia, plataformas digitales y eventos colaterales que mueven cifras superiores al PIB de varios países. Sin embargo, la expansión planetaria de este mercado reproduce y amplifica las desigualdades estructurales del sistema internacional. La competencia deportiva está determinada por la calidad de las infraestructuras, la fortaleza de los sistemas educativos, el acceso a nutrición y salud, la estabilidad institucional, la inversión estatal y privada, y las condiciones socioeconómicas de cada país. No se trata, por tanto, de once contra once; es la puesta en escena de una desigualdad global que condiciona las trayectorias vitales de cada jugador y las posibilidades competitivas de cada nación.
En este punto resuena la lectura de George Steiner, para quien la cultura moderna construye universales ficticios que disimulan, sin eliminarlas, las fracturas profundas de la vida social. El fútbol opera como ese universal secular: un lenguaje común que parece igualar a todos, pero que en realidad expone la distancia entre quienes poseen los medios materiales para alcanzar la excelencia y quienes carecen de ellos. Steiner advertía que la cultura puede ser al mismo tiempo un puente y una frontera; el fútbol encarna esa paradoja. El juego unifica simbólicamente al planeta mientras evidencia la distribución desigual del bienestar, la riqueza y la vida digna.
A esta dimensión económica y política se suma una vertiente antropológica que ha sido descrita por Peter Sloterdijk como expresión de la configuración emocional y esferológica del mundo contemporáneo. Para Sloterdijk, las sociedades modernas viven en una multiplicidad de “esferas” interconectadas donde los rituales de pertenencia construyen comunidades afectivas que trascienden al Estado nación. El fútbol funciona como una de esas esferas: adopta los rasgos de una religión civil global, con liturgias seculares, himnos, símbolos, peregrinaciones, ceremonias y relatos heroicos que producen un imaginario de comunión planetaria. La globalización, vista desde esta óptica, es tanto un proceso económico como una arquitectura afectiva donde los seres humanos encuentran formas compartidas de entusiasmo y sentido.
En este marco, la FIFA se convierte también en una autoridad de carácter simbólico, una especie de curaduría global de emociones colectivas. Sus decisiones sobre sedes, calendarios, reglamentos y formatos moldean los “ritmos afectivos” del planeta e influyen en la manera en que las sociedades entienden la pertenencia, el orgullo nacional, la celebración y la derrota. El fútbol, así, se integra en lo que Sloterdijk denomina la “producción de inmunologías simbólicas”: mecanismos que otorgan cohesión, identidad y refugio emocional en medio de la volatilidad del capitalismo tardío.
Sin embargo, esta función cultural no debe entenderse como neutral. La aparente universalidad del deporte sirve también como cobertura estética para las tensiones geopolíticas. La llamada diplomacia deportiva se presenta como un “mecanismo amable” para el acercamiento entre naciones, pero en realidad constituye una forma sofisticada de gestión simbólica del poder. Los eventos deportivos permiten matizar, maquillar o diferir conflictos estratégicos, ofreciendo un espacio de negociación menos expuesto y más emocionalmente positivo. Pero lo que allí se discute o se pacta no está separado de los intereses económicos ni de las posiciones de fuerza en el sistema internacional.
La FIFA, al operar como anfitrión de esta diplomacia, se vuelve parte de una gobernanza global que no puede desligarse de las relaciones de poder. Funciona como mediadora no oficial entre Estados y corporaciones, como legitimadora de regímenes políticos y como administradora de un mercado cultural que se expande bajo las reglas del capital transnacional. En consecuencia, el fútbol no puede ser leído únicamente como un juego ni como un espectáculo, sino como una máquina cultural y política que sintetiza algunas de las principales contradicciones de nuestro tiempo: desigualdad estructural, fascinación global, mercantilización de la vida simbólica y desplazamiento de la autoridad política hacia actores no estatales.
Lo que se presenta como un torneo deportivo es, en realidad, un acontecimiento total de la modernidad tardía: un espacio donde convergen intereses estratégicos, dispositivos de legitimación, economías descomunales y rituales globales de identificación. Comprender esta complejidad permite desmontar la apariencia de neutralidad y reconocer que cada gol, cada estadio y cada transmisión forman parte de la coreografía más extensa del capitalismo contemporáneo, esa donde el deporte se convierte en diplomacia y la cultura se articula como metáfora del poder.
Investigador del PUED-UNAM
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