Romper el cerco de viejos y nuevos mecenazgos en la cultura nacional | Artículo
Existen, por fortuna, artistas mexicanos –escritores, pintores, escultores, fotógrafos…– que se han rebelado frente a las lógicas de operación del “campo literario”, sostiene Julio Moguel.

Julio Moguel
A Francisco Toledo, fallecido el 5 de septiembre de 2019
I
Los escenarios del arte contemporáneo en México no sólo pueden ser engañosos por lo que muestran, sino sobre todo por lo que ocultan y tienden a abandonar en algún underground “de reserva” para el consumo o el goce de pequeños o limitados círculos de aficionados, conocedores especializados, gambusinos de librerías de viejo, visitadores fortuitos de exposiciones o ratones de biblioteca.
No es nuestra intención, por ejemplo, hacer a un lado o minimizar obras eternas como las de Frida Kahlo, pero los escenarios del arte –públicos y/o privados– la han convertido sin remedio en una marca comercial que poco o nada nos dice sobre sus lienzos. Mito, fetiche, marca, ligados muchas veces a historias sobre su vida que pretenden mostrar de y desde dónde y cuándo nació y floreció su genio.
Acaso el también eterno Francisco Toledo –para poner sólo otro ejemplo– alcance la misma suerte de esa malograda y mercantilizada trascendencia, sin poder ejercer su derecho de réplica o de protesta frente a tal piratería colonizadora que es propia o característica de algunos Estados modernos –Estados de mecenazgo que conforman sus propios círculos de consagración artística–, labor con la que, por lo demás, buscan dar sentido a su “poder legítimo”, muchas veces en alianza interesada con determinados sectores económicos de gran calado y de una parte de “la intelectualidad” que asume la función de ser el Juez Supremo de lo que “vale o no” en lo que se refiere a los productos de arte.
Si alguien quiere identificar un caso típico de esos intelectuales-jueces de los escenarios literarios de toda una época no tiene más que revisar la historia, en el siglo XIX, de un Sainte-Beuve que hizo “todo lo que tenía que hacer” para que Baudelaire no ingresara a la Academia Francesa de las letras.
Y no es difícil encontrar en nuestra historia patria del pasado siglo XX al Sainte-Beuve que, después de muerto, sigue ejerciendo en muchos sentidos su dominio en esos planos. Identifique usted mismo, amigo lector, el nombre de quien fue, durante décadas, el Gran Comendador de la literatura mexicana.
II
Existen, por fortuna, artistas –escritores, pintores, escultores, fotógrafos, etcétera– mexicanos que se han rebelado frente a esas lógicas de operación del “campo literario”. Una de ellas, plenamente identificable en nuestra historia, fue la escritora Elena Garro, quien nunca buscó la gloria trascendente en el oportunismo de alguna alianza “conveniente” con el Gran Comendador ni con el Estado.
Una entrevista que le hizo Carlos Landeros en los años 60 del XX dibuja plenamente esa insondable rebeldía:
C.L. ¿Por qué siempre Fuentes y tú están en pleito aparente?
E.G. Porque los dos queremos ser Scott Fitzgerald
C.L. ¿Qué moda vas a buscar en Europa?
E.G. La única que me interesa, la de Coco Chanel
C.L. Elena, dime, ¿por qué no te tomas más en serio como escritora?
E.G. ¡Carlos, siempre fui coqueta! No soy yo la que me debo tomar en serio, sino ustedes, mis millones de lectores.
Las respuestas de Garro son veneno puro para los cacicazgos literarios del periodo. Con un sentido del humor sin parangones con el que se burla de los sinsentidos del “sentido común” sobre el que se mueven entonces los grandes patriarcas de las letras.
III
Juan Rulfo es sin duda la gran “oveja negra” de esta historia. No son pocas las entrevistas que le hacen en las que, con un sentido del humor inusitado –invisible en primera instancia para quien hace la entrevista, pues el entrevistado mantiene en sus respuestas la seriedad pétrea de una esfinge–, el autor de Pedro Páramo confronta sin respiro el quehacer intelectual y los aires de grandeza con los que se presentan en escena los Tlatoanis literarios de “renombre”.
Habría mucho que escribir sobre este tema, pero tenemos a la mano un extraordinario botón de muestra que nos da la clave de lo dicho. Me refiero a la respuesta que el escritor jalisciense endilga a la pregunta que se le hace en un momento dado sobre el “por qué dejó de escribir luego de publicar dos obras de arte”. Pues resulta –dijo Rulfo sin mover un solo músculo del rostro– que no escribía ni escribiría una línea más porque había muerto su tío Celerino, quien era la persona que “le contaba las historias”.
Ajeno a los parafernálicos “modos” del decir y del quehacer del circuito dominante de los escenarios literarios de su tiempo, Juan Rulfo se distancia así de las prácticas de autocultivación que distinguen a los jerarcas dominantes de ese medio.
IV
Si lográramos romper el círculo de hierro de la mercantilización y fetichización del arte mexicano podríamos identificar obras artísticas magníficas que, decíamos, se reducen sin más, por el ya mencionado poder de “mecenazgos”, a ser “obras de reserva” para el goce y el consumo de círculos relativamente limitados en sus posibilidades de expresión y en sus capacidades para dar la proyección general o universal que tales obras merecen.
Pero cabe entonces darse una tarea colectiva en la hora de los hornos: revisar en algunas superficies y en los underground de nuestra patria lo que tiene que emerger en un vuelco cultural que alcance a iluminar a todos.
Dar, por ejemplo, la importancia que merece la obra pictórica de Raúl Herrera, fuerza de un arte mexicano que ya cuenta en su haber con significativos reconocimientos, pero que no ha tenido la posibilidad de ubicarse en la cima nacional a la que su obra misma lo proyecta.
En la misma circunstancia, y también con importantes reconocimientos, la obra artística de Manuel Pérez Coronado (Mapeco) –muralista, paisajista, retratista, dibujante, grabador– no ha tenido la posibilidad de mostrarse plena en el escenario nacional, como si sus reconocidas rebeldías en favor de las causas populares lo hubieran castigado por los referidos mecenazgos estatales o por algunos de los patriarcas oficiales u oficiosos de las letras.
¿Y en el campo de la fotografía? La lista que pudiéramos establecer de quienes han llegado a construir verdaderas obras de arte en la materia es sin duda larga en sus autores y en su polivalencia “de ojo”, pero en calidad de un buen ejemplo pudiera señalar las joyas fotográficas de Raúl Ortega, ventana artística indispensable para “ver” y pensar “lo popular” de nuestros tiempos, destacadamente en lo que respecta, en uno de sus ángulos, a las luchas sociales e indígenas del México moderno (sus cuadros fotográficos de Cuba y Centroamérica se suman a su acervo).
En fin. Pudiéramos seguir distintas rutas y encontrarnos, por ejemplo, en el plano literario –y también en la pintura– con la obra poética de María Rosa Astorga, con piezas como “Otro poema a Raúl Herrera”, que la coloca en los niveles de mayor excelsitud artística dentro del marco de quienes han –hemos– hablado de las virtudes especiales de la –acaso mal denominada– “literatura de mujer”.
¡Y qué decir del poeta de poetas, nuestro querido y siempre vivo Enrique González Rojo!
En fin. No puedo terminar este artículo sin mencionar, al menos, a un Gaspar Aguilera Díaz o a un Francis Mestries, cuya maestría en el arte poético –cada quién en su tono y en su estilo– es de grandes e imperecederos vuelos; o a un Ismael García Marcelino en la literatura y en la composición de música purépecha; o a un Efraín Herrera en la pintura, el diseño y la escultura.
Romper el cerco de viejos y nuevos mecenazgos en la cultura nacional es o debe ser una tarea que se asuma en el proceso transformativo global que ahora vivimos.
Ya hay esfuerzos magníficos que nos señalan la ruta. Empujemos juntos la carreta.

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