¿Es posible hablar de belleza en la ciencia?

La relación entre las matemáticas y la belleza ha ocupado durante siglos a los científicos, aunque hay quienes la ponen en tela de juicio.

noviembre 1, 2020 10:00 am Published by

“Mire profundamente en la naturaleza y entonces comprenderá todo mejor”

Albert Einstein (1879-1995)

Por Julio García G. / Periodista de Ciencia

El orden en el que aparecen los números siempre ha intrigado a los matemáticos porque, desde tiempos inmemoriales, contar ha sido parte fundamental para el desarrollo de nuestra civilización.

Entre los años 1170 y 1240 vivió en Italia Leonardo de Pisa, mejor conocido como Fibonacci, quien difundió en Europa la importancia y utilidad de los números indo-arábigos frente a la numeración romana que entonces estaba en boga. Su aportación más importante fue una secuencia de números que lleva su nombre: la sucesión de Fibonacci, que actualmente tiene aplicaciones en ciencias de la computación, matemáticas y teoría de juegos.

Esta serie es una sucesión de números que no es producto del azar, sino de un patrón claramente determinado. Así, tenemos que la serie comienza con la sucesión del número 0 y 1 y a partir de estos dos, cada cifra es la suma de las dos anteriores, por lo que la serie puede ser descrita así: 0+1+2+3+5+8+13+21+34, etc. y de esta manera hasta el infinito.

Lo más curioso es que está presente de manera recurrente en la naturaleza: en su orden y simetría. Por ejemplo, algunas flores, como las monocotiledóneas, tienen 3 pétalos. Las dicotiledóneas tienen 5 pétalos, como es el caso de las rosas silvestres. Hay algunas de 8 pétalos, como la sanguinaria canadensis, y de hasta 13 pétalos, como la paoenia lactiflora.

La sucesión numérica llamó la atención de los renacentistas y dio lugar a la llamada Sección Áurea o Proporción Divina. Se trata de la aplicación de la serie de Fibonacci a las imágenes, para que éstas guarden una proporción natural. De hecho, se dice que la Sección Áurea fue utilizada por Leonardo Da Vinci para crear aquellas obras maestras donde se representan, con gran simetría, rostros y cuerpos de seres humanos.

Hombre de Vitrubio. Leonardo da Vinci.

Pero, ¿son la Sección Áurea y la Secuencia de Fibonacci invenciones de los matemáticos o estaban ya impresas en la naturaleza antes de que estos las describieran por primera vez?

En la película El hombre que conocía el infinito (2015), basada en la vida del matemático indio Srinivasa Ramanujan (1887-1920), éste le dice a un colega que su gran habilidad e intuición para resolver ecuaciones es producto de los dictados de la diosa a la que le reza todos los días.

En otra cinta, Pi, el orden del caos (1998), dirigida por Darren Aronovsky, el personaje principal, Maximilan Cohen -un talentoso matemático y programador informático neoyorkino- es capaz de predecir la bolsa de valores de los Estados Unidos a partir de un algoritmo que resuelve el famoso número irracional  (3.141592653…etc.), el cuál hasta la fecha no ha sido computado en su totalidad y, por tanto, tiende a prolongarse al infinito.

Y justamente la búsqueda de patrones en es lo que inspira a Cohen a trabar amistad con un grupo de judíos ortodoxos que, a través de la Tora y la Cábala, buscan patrones para comprender el pensamiento y las acciones que lleva a cabo Dios.

Si el orden y la simetría están relacionadas con el concepto de belleza en matemáticas, ¿entonces todas las matemáticas deben de ser bellas para ser verdad?

En su más reciente libro, Perdidos en las matemáticas: cómo la belleza confunde a los físicos, la alemana Sabine Hossenfelder plantea que muchos de los científicos modernos han difundido de manera indirecta el concepto de belleza, que incluye propiedades tales como la elegancia, simplicidad y simetría, como una ruta hacia la relación entre belleza y verdad. Así sucede desde Henri Ponicaré, creador de los espacios topológicos en matemáticas, hasta Steven Weinberg, que combinó el electromagnetimso con la fuerza nuclear débil en física.

Un ejemplo de cómo el concepto de belleza puede determinar que una teoría sea o no atractiva es la teoría de la Gran Explosión, la cual muchos físicos la encontraban complicada y poco elegante. Inclusive, la llegaron a comparar con las historias más inversoímiles que produce la religión. Finalmente, en los años 60 esta teoría fue comprobada a través de los trabajos que realizaron Arnos Penzias y Robert Wilson, al descubrir, por pura casualidad, la Radiación de Fondo de Microondas, que es la huella que dejó el enorme estallido que dio origen al universo hace unos 13,700 millones de años.

Otro ejemplo es el de los defensores de la Teoría de Cuerdas, que sostienen desde los años 80 que el universo, a nivel subatómico, está formado por diminutas cuerdas que vibran en diferentes frecuencias y longitudes de onda, como lo hacen las cuerdas de un violín, y que eso forma la estructura fundamental de la realidad. Una teoría bellísima, pero de que la hasta ahora no existe ninguna evidencia empírica.

Sobre esto, Hossenfelder plantea que, en lo que respecta a la belleza, “algunos conceptos funcionan y otros no y es solo que muchos físicos teóricos prefieren recordar solo los casos en que los argumentos de belleza sí funcionan”. Por lo que la autora propone una revisión profunda de cómo es que se hace ciencia actualmente.

Sea o no cierto que el concepto de belleza esté relacionado con la naturaleza y las matemáticas, lo que es verdad es que los patrones siempre están presentes en el mundo natural y que los seres humanos estamos predeterminados para observar e interpretar esos patrones. Tal vez sea producto de la selección natural, que nos hace ser verdaderas máquinas de reconocimiento de formas que siguen un orden establecido.

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